No hagan caso de los índices de participación. Ni 50, ni 60, ni 70. Siempre es 100 o, como poco, 99. Excluyo a las miles de personas, principalmente residentes en el exterior, que queriendo ejercer su derecho, no podrán hacerlo por culpa de la tonelada de trabas burocrático-políticas que impone una legislación patatera que siempre opera a beneficio de obra. Todos los demás, vayamos o no al colegio electoral, habremos votado. Unos con papeleta —o por lo menos, sobre—, dejando constancia en las actas, y el resto, por omisión. Ahí entra la opción consciente y meditada de abstenerse exactamente igual que la pura dejadez, el despiste o el pasotismo extremo de una parte no desdeñable de la sociedad que ni sabe que hoy se celebran elecciones. Sumen a quienes, sabiéndolo, no tienen ni pajolera idea de lo que se elige ni para qué; aunque les cueste creerlo, haberlos, haylos.
El tinglado del sufragio universal funciona así, y como escribía ayer mismo Enric González, el restringido es aun peor. Así que el resultado que arrojen esta noche las urnas —y por lo tanto, sus consecuencias futuras sobre nuestras vidas— será producto de la voluntad de los votantes activos y, ¡ay!, de los pasivos. Quizá la única objeción que quepa sea la normativa electoral que, junto a la ley D’Hont, dan lugar a una representación no proporcional o directamente desproporcionada. Y hasta eso no deja de ser fruto de una determinación tomada por mayoría. Por algo será que en 38 años nadie la haya cambiado.
Resumiendo: como la caridad, el derecho a decidir bien entendido empieza por una misma o uno mismo, no sé si me explico.
Sigo sin entender ese emperramiento de tantos en achacar los problemas de representación a la dichosa ley D’Hont. Tal ley no es más que una fórmula correctísima de reparto proporcional de unas cantidades entre otras; en el caso, de votos entre candidatos; y funciona a la perfección. El problema de los desequilibrios está en la distribución de escaños por provincias; cualquier fórmula de reparto proporcional daría similar resultado con tales circunscripciones. Pero de todos modos, en mi opinión (esto es ya discutible, lo sé), esa obsesión de absoluta proporcionalidad por listas, no deja de ser un error de fondo que degrada la política, porque prima la cantidad sobre la calidad de los políticos. Prefiero sistemas como los de Francia, Gran Bretaña o EEUU, de electo único por circunscripción; su aparente «injusticia» redunda en una mejora de la calidad de los candidatos. No hay más que comparar en general la calidad política, personal, cultural y de todo de los electos en esos países (en general) y los de España.