Episodios que retratan paisajes y paisanajes. La muerte de un torero, por ejemplo, que hace virar a sepia todas las moderneces —Twitter, Facebook y demás— con las que nos engolfamos y devuelve el calendario, como poco, al novecientos. Qué garrulos sin alma ni masa gris, sí, los del caca, culo, pedo, pis, que se joda el tal Víctor Barrio y, jijí jajá, que vengan muchos más detrás. Inútil gasto de tiempo y energía, tratar de localizar su única neurona para hacerles ver que sus regüeldos malotes no hacen el menor bien a la causa que dicen defender. En la versión más amable, hablan de su tonelada y media de complejos, pero especialmente, de su ego mastodóntico. Puñetera ansia de dar la nota a costa de lo que sea, sin pararse a pensar —ni ganas ni capacidad— en lo miserable que hay que ser para festejar la pérdida de una vida.
Y al otro lado, la viceversa del esperpento, encarnada por unos grotescos personajes que decretan un luto con peste a naftalina por lo que, siendo generosos, no pasa de accidente laboral. Tan obtusos como sus antagonistas, ni caen en la cuenta de su mendruga contradicción: plañen con jipíos de juego floral por la misma muerte que glorifican. ¿No se supone que lo que barniza de épica a lo que llaman fiesta es la sangre y la posibilidad de que cada corrida sea la última? Pues qué poco fuste o qué mucha impostura, montar tan tremenda escandalera cuando ocurre lo que estadísticamente puede ocurrir. Eso, pasando de puntillas por la macabra paradoja que supone que quedarse en el sitio sea el modo de convertir en leyenda a alguien que fuera de los ambientes era un desconocido jornalero del estoque. Descanse en paz.
En cuanto al fondo del asunto.
No soy antitaurino. Tampoco taurino. Me explico; no he sido antitaurino convencido. He ido algunas veces a los toros. En Aste Nagusia y más como parte del programa festivo o tradición después de una copiosa comida y sus licores. No me decían gran cosa pero tampoco me representaban un problema de conciencia ni mucho menos.
Soy un tipo poco consistente en sus convicciones y con el paso del tiempo las campañas de concienciación han hecho mella en mi voluble mente y hoy no creo que el maltrato real y objetivo al que se somete al animal esté jusfificado. Por tanto, creo que la «fiesta» tal y como se desarrolla hoy es algo que debe ir desapareciendo. me gustaría que fuese por pérdida de afición, o sea, por inanición, y porque los propios taurinos «sufran» el proceso que he sufrido yo. Creo que desaparecerá y que dentro de 50 años (un suponer) la gente se preguntará cómo era posible aquello. Si no es por ese proceso, aunque en esto tengo más dudas, al menos entiendo a los que defienden su prohibición. Entiendo sus argumentos cuando se basan en ese maltrato objetivo.
Pierden mucha autoridad cuando recurren al insulto y a la simplificación de que el aficionado taurino es un ser sádico y depravado que va a la plaza a disfrutar con una orgía de sangre y deleitarse con el sufrimiento de un animal. Porque eso…no es verdad, simplemente. Mi padre era aficionado, muy buenos amigos también lo son y no responden a ese perfil. No van a eso. Otra cosa es que asuman que ese sufrimiento se dé, que es lo que yo creo que no se justifica por ninguna otra virtud o atractivo que ellos encuentren en el espectáculo o tradición.
Sin querer comparar…es como si decimos que los aficionados al boxeo son sádicos que van a ver sangre, pómulos rotos, labios partidos y, si hay suerte, una muerte en ring. Simplemente no es así.
Y además creo que ese tipo de argumentos simplistas no ayudan a convencer sino que atrincheran más al aficionado taurino e incluso a quien no lo es pero no les gusta esta forma de ataque.
En esta «polémica» hay mucho de esto. Pero sobre todo de lo que apuntas del vertedero de bajos instintos, mezquindad, agresividad y egos desmesurados frustrados que son hoy en día en muchos casos y con la excusa de cualquier tema y con independencia de la postura de cada cual, las redes sociales.
Es curioso como el personal cuida su foto de perfil hasta el último detalle pero no tiene ningún sentido del ridículo a la hora de expresarse (que es lo que dice más de él o ella; no su foto).
Es realmente de asustar la mala leche acumulada que suelta el personal en cuanto se da la primera discrepancia; la arrogancia, la chulería, la necesidad de ser supuestamente brillante en el ataque (y quienes no lo somos, la mayoría, quedamos como el culo tratando de ser brillantes sin tener las dotes necesarias).
Luego, eso sí; frases de autoayuda del Coelho o la Madre Teresa, gatitos, bebes, amaneceres idílicos, corta pegas de poemas…pero en cuanto hay ocasión sacamos a la bestia, que, lo peor de todo, no es que sea mala o mezquina (que lo es), es que manifiesta una ordinariez intelectual preocuopante.
Hola,
La verdad que yo tampoco me considero ni taurino ni antitaurino, me gusta mucho respetar a los demás aunque no comparta los mismos puntos de vista.
Si me gustaría aportar que hace unos meses y de forma casual me invitaron a conocer una ganadería de toros bravos con Bull Watch Cádiz y la verdad es que la visita me sorprendió gratamente. Tanto las explicaciones como la posibilidad de ver ese gran animal en un entorno natural único hicieron que naciera en mi una gran admiración por el toro bravo.