No me avergüenza confesar que mi argumento más sólido contra la prisión permanente revisable es el hecho de que su aplicación depende de la Justicia española. Me fío entre poco y nada del modo en que se puede utilizar la traída y llevada figura penal en un sistema que, de saque, contempla más años de cárcel para los jóvenes de Altsasu que para asesinos sin sentimientos como José Bretón. Por lo demás, después de haber visto cómo se retuerce la legislación —o se incumple sin ningún disimulo— de acuerdo con intereses políticos, como vemos con los presos de ETA o con los dirigentes del Procés encarcelados preventivamente, resulta difícil no sospechar de un uso a discreción de semejante herramienta para el escarmiento.
Me uno, por lo tanto, a la petición de derogación, no sin dejar de señalar, a riesgo de escandalizar a la concurrencia, que comprendo perfectamente muchas de las razones que aportan quienes solicitan mantenerla. Incluso aunque no fuera así, les aseguro que no perdería de vista que se trata de una evidente mayoría social, tanto en España como en Euskal Herria. Eso, como poco, merece un respeto que está brillando por su ausencia entre los que, curiosamente, se presentan como la releche en verso del progreso, la equidad, la democracia y me llevo una. Es un insulto inadmisible tratar como una turbamulta inculta y pastoreable a personas —millones, insisto— que tienen a bien pensar que además de la cacareada reinserción, el fin de una temporada entre rejas también es pagar por un acto que no debió cometerse. Sobra, una vez más, la estomagante superioridad moral de los castos, puros y justos.
Tienen todo mi respeto, Javier, por supuesto. Pero no porque sean más o menos mayoría, sino por que son personas, además personas perjudicadas. Si fueran minoría, lo mismo.
Pero por mucho que merezcan mi respeto, no veo que tengan razón, en ningún caso, en olvidar el fin último que persigue la Ley en la pena de prisión: El rescate de la persona desviada de la norma para una nueva convivencia y la aceptación de la ley como modo de vida. Esta percepción es lo que la gente que exige dureza en el castigo no ha asumido o quizá haya perdido.
El problema surge cuando nos obstinamos en ver el fenómeno de la condena, de la prisión, de la persecución penal, como su propio nombre indica, como un castigo, como una pena, y confundiéndolo a la vez como un remedio. Es decir la justicia se aplica con un «pena», intentando dar «lo que se merece» a alguien que ha realizado una atrocidad repudiada por todos, con lo que se restablece el estado de cosas («que lo pague»). Esta es la visión clásica. Lo único que ha variado es la forma de ejercitarla: Felipe II quemaba vivos a los condenados, los USA del s. XXI los fríe en una silla o en vena. En Europa, no. Se considera que el estado no tiene autoridad para quitar la vida a nadie, haya hecho lo que haya hecho, además de lo comprobado que está como inservible el castigo (pena de muerte, cadena perpetua, etc) como elemento disuasorio del delito, y menos como reparador de una situación. Pero en la mentalidad de la gente corriente, en los afectados lógicamente más, sigue la sensación de justicia en «darle lo que le corresponde».
Pero nos olvidamos que, desde el tiempo de la «res publica» romana se considera que la justicia civilizada es cuando el Estado, con su autoridad, su fuerza, y, sobre todo, su neutralidad y falta de sentimientos, está más capacitado para aplicar a un reo una solución más justa que una victima. Es decir, el apartar a la víctima del proceso de decisiones sobre el victimario es considerado como el mayor avance del derecho penal en la historia.
Y es a lo que debemos tender (La Constitución así lo intenta): La pena sobre el delito no arregla el daño causado, tampoco lo disuade. Pues hagamos lo más práctico: recuperemos al delincuente como probo ciudadano.
Es ingenuo, es utópico. Sí. Por eso mi respeto también a los que no comparten esta visión y quieren castigar. Pero su gran tragedia, con la que me solidarizo, es que no hay justicia para la pérdida de un ser querido (por ejemplo). La justicia sería el que no se hubiera producido. Y la reparación es imposible, ni con la condena permanente revisable. Por eso las victimas, y cuanto más cerca estén, menos podrán aportar la serenidad y en mi opinión, el acierto suficiente para una tratamiento justo de este tema.
Hay un tratamiento brillante sobre esto en la peli «El secreto de sus ojos» de Campanela.
Si la memoria no me falla, se habla de 4 finalidades de la pena: retribución (castigo; el que la hace la paga y es al mismo tiempo un derecho de la víctima), prevención general (el supuesto efecto disuasorio de saber que delinquir tiene x precio), prevención especial (el delincuente encerrado no puede dañar a nadie) y la reinserción (se supone que fin último de toda pena y por lo que lo de la PPR podría no ser constitucional…porque renuncia a la reinserción).
El problema está en que el debate de la PPR está girando, creo, fundamentalmente en torno a la finalidad retributiva. Al ser los familiares de las víctimas quienes, comprensiblemente, lideran la inciativa, el debata se centra en que tienen derecho a que el castigo sea el más duro…porque «pobres padres. Y surge además la utilización política de dichas víctimas y el discurso grueso.
Ha habido casos terribles. Pero otras víctimas de otros delitos, no tan mediáticos, pueden tener también ese derecho a que quienes las causaron el daño se pudran en la cárcel. Asesinos, violadores, pederastas…sí. Pero…¿y la madre de un chaval que muere de una sobredosis de droga adulterada, por ejemplo? ¿no tiene derecho a que se aplique la PPR al monstruo que colocó eso a su hijo? etc, etc. Las víctimas merecen todo el respeto y como ciudadanos su opinión cuenta, pero no pueden marcar la pauta.
Yo creo que el enfoque más potente es el de la prevención especial. La sociedad tiene que tener derecho a protegerse manteniendo encerrados a individuos peligrosos. También es un enfoque peliagudo, pues, llevado al extremo, nos puede retrotraer a aquello de los vagos y maleantes, pero, por otro, lado estamos viendo casos de violadores en serie, gente muy peligrosa, que reinciden nada más salir a la calle o incluso en permisos. Claro, una víctima cuyo agresor, individuo peligroso, está en la calle porque se le ha soltado aun sabiendo el sistema que es peligroso entiendo que diga «es que una mala bestia así, un depredador, no puede estar en la calle».
En cualquier caso; he escuhado a Margarita Robles decir que es una vergüenza que el debate haya llegado al congreso. Y eso…tampoco. No es un tema agradable, se manosean bajos instintos…pero…si no se habla de esto en el congreso…¿de qué se habla? ¿Para qué está? Es un tema precisamente para tratar en el congreso. El problema está el ínfimo nivel con el que se habla en el congreso. Pero eso ya es problema de sus señorías.