Me van a perdonar que deje las albricias celebratorias para mejor ocasión. Y no es que se me tuerza el morro ante el resultado de esta tragicomedia con visos de thriller bufo que nos han endilgado los teóricos representantes de las varias soberanías populares. Sé perfectamente lo que es tener que apechugar con el mal menor. Pero ocurre, de entrada, que incluso con esa pátina final épica con barniz sentimentaloide, el culebrón se me ha hecho eterno. Innecesariamente eterno, añado. Porque no me digan que no encabrona pensar que podíamos haber llegado al mismo destino por un camino infinitamente más corto. ¿Digo al mismo? Me corrijo: a uno bastante mejor. Este acuerdo era posible en abril con más respaldo parlamentario… y con la mitad de ultracarpetovetónicos montando el cirio en el hemiciclo cada dos por tres.
Por lo demás, no es preciso tener memoria de mastodonte para recordar que solo hace dos meses, el ahora ya investido presidente con todas las de la ley se dedicaba a prometer con los ojos fuera de las órbitas que segaría la hierba bajo los pies de los que ahora han sido sus valedores decisivos. Llámenme descreído, pero los precedentes no invitan precisamente a confiar ni en la palabra ni en la firma de Pedro Sánchez. Otra cosa es que a la fuerza ahorquen y que, insisto, la alternativa cavernaria sea lo suficientemente realizable como para aceptar pulpo como animal de compañía y tirar millas hasta la próxima ciaboga del voluble personaje.
En todo caso, práctico como es el que suscribe, toca dejar de llorar por la leche derramada y fijar la vista en lo que está por venir. Lo difícil de verdad empieza ahora.