Somos el perro de Pavlov. Nos hace falta la foto de un niño muerto en una playa para que se nos despierte la conciencia. ¿Durante cuánto tiempo? Bueno, eso es variable. Un minuto, tres, hora y media, un día entero menos el rato del gintonic… Suele depender de lo que tarda en llegar el siguiente estímulo. Y también de cómo tenga cada cual educados los esfínteres morales. Conozco personas —es decir, individuos— capaces de simultanear una indignación del carajo de la vela con una sesión de chistacos (ahora se dice así) y una ración de chopitos. Ni se dan cuenta de que han conseguido la sublimación del fariseísmo, pero casi es mejor no hacérselo ver, porque se enfadan, no respiran y dejan de ajuntarte, chincha rabiña.
Que sí, que yo también recibí como una patada en la boca del estómago la imagen de esa criatura que en mi cabeza tiene los rasgos de mi propio hijo. Claro que me provoca dolor, rabia y, sobre todo, una inmensa impotencia. Pero óiganme bien: yo no soy refugiado. Y siento añadir que tampoco lo son las miríadas de seres angelicales que lo están escribiendo compulsivamente en Twitter. De hecho, les deseo con toda mi alma que no lo sean nunca.
Entretanto, y aun comprendiendo la humanísima necesidad de conjurar el mal cuerpo repitiendo cual letanía unas palabras mágicas, les conmino a pensar un poco. Es muy loable la disposición a ponerse en la piel del otro, pero cuando, como afortunadamente para nosotros es el caso, las probabilidades de hacerlo realmente son nulas, las buenas intenciones acaban en postureo mondo y lirondo. O peor, en una infame banalización del sufrimiento ajeno.
Siempre se ha usado a la infancia para soltar la lágrima o provocar risas tontas y así tenemos a las miríadas de ONGs y sus imágenes (en no pocas ocasiones trucadas o realizadas en estudios) de niños con velones colgando, rodeados de moscas o los cada vez más abundantes anuncios con niños de protagonistas sea cual sea el artículo o servicio a vender.
En esta ocasión es objeto cuasi pornográfico la exhibición del cadáver un niño ahogado, y su madre y otro hermano, huyendo de las matanzas del fanatismo islámico manejado por otros menos fanáticos pero de cara más dura, matanzas que fueron o son jaleadas por los mismos que usan sus cuentas sociales para lanzar una frase sensible y ñoña carente de significado como cuando uno se lamenta de desgracias ajenas sin ninguna intención de averiguar y poner remedio a las causas de tal calamidad.
Las redes sociales como internet, son en general, medios para conocer cuan mediocre e insustancial es una parte de nuestra sociedad incluyendo, para nuestra desgracia, a eso que llamamos clase dirigente y personajes modelo.
De la exhibición impúdica del cadáver, mejor no hablar pues parece, como hace decenios, que los muertos aún muertos tienen diferentes derechos según de donde sean.