Creo que es sobradamente conocido que a este humilde picateclas la navidad se la trae bastante al pairo. Es verdad que ya no me provoca quemaduras de tercer grado en mi alma negra, pero solo armado de un estoicismo cultivado a fuerza de renovaciones del carné de identidad, soy capaz de soportar las melosamente llamadas fechas entrañables. Que cada vez se prolongan más, por cierto: mes y medio hace desde que colocaron las baldas de los turrones y los mantecados en los supermercados y cuatro desde que se venden décimos o participaciones de la lotería del soniquete taladrante.
Y también hace ya unos días (o estamos en ello) de los encendidos de la iluminación navideña en nuestros pueblos y capitales. No hace falta decir que, con o sin pandemia, de un tiempo a esta parte se ha instalado una suerte de competición por tener un alumbrado más voltaico, más literalmente deslumbrante y, si se puede, más molón que el de los vecinos, con la incorporación de elementos de los de ¡oh, ah, uh! Seguro que hay mucho de ombliguismo paleto en la pelea a codazos para destacar en el número de bombillas o en lo original de los diseños, que en realidad, tiende a cero porque no pasamos de la estrellita, la velita o el arbolito. Sin embargo, no me pillarán en primera línea de diatriba en esta cuestión. Tengo asumido que hay una docena de buenos motivos para poner las luces y tratar, valga el juego de palabras, de que luzcan. Está la bendita y necesaria parte económica, porque va bien para los pequeños comercios, pero sobre todo, está lo más primario. A miles de mis congéneres las luces les suben el ánimo. No hay más que hablar.
Yo soy mas adorador de las tinieblas y por lo tanto no me gustan las luces, especialmente las navideñas, ni las belenes, especialmente la Esteban, ni los Villancicos, ni el Olentzero , Reyes Magos o Reyes Emeritos. No tengo espiritu navideño y me queda turron del duro desde 2007.
Les gusta sobre todo a los congéneres txikis. Ya hay suficientes cosas para estar en contra y mientras no nos las prohiban pues a ponerlas, con elegancia, sin horteradas y sin que los yonkis del selfie boquiabierto corten el paso al transporte público como pasó en Bilbao.
Sin duda han perdido su sentido religioso para una parte importante de la población (tampoco para toda) pero, personalmente, no sé si será por los recuerdos de la niñez, porque esa ilusión volvió en parte con los hijos pequeños o por el indudable arraigo que tienen dichas fiestas en nuestra historia y cultura a mi me resultan entrañables y las disfruto en forma de reuniones familiares, amigos etc. De hecho, hasta el año pasado y por la pandemia mantuvimos en la cuadrilla una cena con toda la prole (ya muy crecidita) a la que no faltaba absolutamente nadie de los mayores ni de la chavalada la noche de reyes. En cuanto a las luces pues son un acompañamiento más al ambiente navideño que, a poder ser, habría que mantener a mi parecer.
Con la ambientacion navideña, cuyo objetivo principal es activar el comervio y por tanto el consumo, puede ocurrir como con los regalos, cuando el envoltorio es mas bonito y nos gusta mas que el propio regalo. O como cuando de una canción, nos gusta más la música que la letra. Pero allá cada uno con lo que prefiere. Y es que todo está bien, siempre que una cosa, como en este caso las «luces navideñas», nos nos dejen ver lo que de verdad se celebra.