En medio de la tristeza por la muerte de Xabier Arzalluz, no puedo evitar sonreír ante las glosas exageradamente elogiosas de su figura que han espolvoreado muchas personas que apenas anteayer le dedicaban los peores descalificativos. Tengo como defecto una memoria —quizá selectiva, no lo niego— en perfecto estado de revista. Por eso, recuerdo nítidamente cómo hubo un tiempo en que al de Azkoitia se le escupía uno de los peores insultos que para nuestra vergüenza colectiva cabía en esta tierra: españolazo. Hay una abundantísima iconografía cartelera en la que se representaba a Arzalluz con una rojigualda, junto a las siglas GAL o, directamente, con una diana en su frente. Tampoco eso lo he olvidado. Durante muchos años lo vi Campo Volantín arriba y abajo caminando flaqueado por una notable escolta.
No me digan que no es, como poco, llamativo que quien fuera acreedor de tal trato despectivo o criminal sin matices haya acabado convertido —¡por los mismoS que se lo dispensaron!— en un abertzale sin fisuras, referente imprescindible de la lucha de Euskal Herria por su soberanía. Es decir, en lo que siempre le reconocimos incluso aquellos que no necesariamente estuvimos en primer tiempo de saludo respecto a su desbordante personalidad.
Y sí, como me ha apuntado alguien al aventar esta reflexión en Twitter, es verosímil que proceda tomárselo como evolución en positivo de los y las que han hecho semejante ciaboga. Sin embargo, permítanme que anote la tardanza en la caída del caballo, y que piense en cuánto tiempo va a pasar hasta que otras personalidades hoy vilipendiadas sean sacadas bajo palio. Ocurrirá, ya lo verán.