Arzalluz y la desmemoria

En medio de la tristeza por la muerte de Xabier Arzalluz, no puedo evitar sonreír ante las glosas exageradamente elogiosas de su figura que han espolvoreado muchas personas que apenas anteayer le dedicaban los peores descalificativos. Tengo como defecto una memoria —quizá selectiva, no lo niego— en perfecto estado de revista. Por eso, recuerdo nítidamente cómo hubo un tiempo en que al de Azkoitia se le escupía uno de los peores insultos que para nuestra vergüenza colectiva cabía en esta tierra: españolazo. Hay una abundantísima iconografía cartelera en la que se representaba a Arzalluz con una rojigualda, junto a las siglas GAL o, directamente, con una diana en su frente. Tampoco eso lo he olvidado. Durante muchos años lo vi Campo Volantín arriba y abajo caminando flaqueado por una notable escolta.

No me digan que no es, como poco, llamativo que quien fuera acreedor de tal trato despectivo o criminal sin matices haya acabado convertido —¡por los mismoS que se lo dispensaron!— en un abertzale sin fisuras, referente imprescindible de la lucha de Euskal Herria por su soberanía. Es decir, en lo que siempre le reconocimos incluso aquellos que no necesariamente estuvimos en primer tiempo de saludo respecto a su desbordante personalidad.

Y sí, como me ha apuntado alguien al aventar esta reflexión en Twitter, es verosímil que proceda tomárselo como evolución en positivo de los y las que han hecho semejante ciaboga. Sin embargo, permítanme que anote la tardanza en la caída del caballo, y que piense en cuánto tiempo va a pasar hasta que otras personalidades hoy vilipendiadas sean sacadas bajo palio. Ocurrirá, ya lo verán.

Como alemanes en Mallorca

Con la salvedad de una docena de plumillas y políticos a los que no les queda otro remedio, no conozco a nadie que tenga un conocimiento mínimo sobre la ponencia del Parlamento vasco para la elaboración del futuro estatuto de los tres territorios. Que sepan de su existencia o les suene levemente es ya un triunfo. Y si vamos al interés que despierta la cuestión, nos situamos entre el bostezo y la ceja enarcada. Lo consigno sin ninguna gana de provocar el llanto a quienes piensan que el conjunto de principios y normas que regularán nuestra convivencia le importa —por lo menos en el momento presente— un cuarto de higa al personal, que bastante tiene con llegar a fin de mes, encontrar aparcamiento cerca de la playa o decidir si le apetece más un vermú o una caña.

Con semejante panorama como contexto, se agradece que los representantes públicos se esfuercen para que el asunto tenga algún relieve en la agenda informativa. Una palmadita en la espalda, pues, para la secretaria general de los socialistas vascos, Idoia Mendia, que el otro día rescató del trastero de nuestra Historia reciente la (poco afortunada) frase de Xabier Arzalluz sobre el trato que recibirían aquellos que no se considerasen vascos en una hipotética Euskadi independiente. “Como alemanes en Mallorca”, dijo Arzalluz, sin sospechar que tropecientas lunas después, la martingala serviría para conseguir un titularcete de saldillo. Y eso va por Mendia, que resucitó la frasecilla a modo de exabrupto para acusar a su socio de gobierno —¡oh, yeah!— de pretender hacer tal cosa con los vascos que no se sientan españoles. Ella y todos sabemos que es mentira.

Plantar berzas

Aunque yo por entonces ya andaba Olivetti y magnetofón en ristre, casi 25 años después del alumbramiento del Espíritu del Arriaga, no he sido capaz de averiguar si es realidad o leyenda urbana que en aquel viraje al pragmatismo del péndulo jeltzale Xabier Arzalluz tonó: “¿Para qué queremos la independencia? ¿Para plantar berzas?” Hay quien me asegura que sí, que estuvo allí, y hasta me describe con pelos y señales la hinchazón de la carótida del orador al expeler la doble pregunta. Ocurre que también conozco a varios que juran haber visto por la tele lo de Ricky Martín, el perro y la chica de la mermelada, un episodio que jamás tuvo lugar. Por lo demás, es bien sabido que ocho de cada diez frases que se atribuyen al azkoitiarra jamás salieron de su boca.

Lo dijera o no —seguramente algún lector me sacará de dudas—, me apropio de la interpelación y se la arrojo inmisericordemente a ustedes desde esta columna. Olvídense de las berzas, el maíz, las alubias y toda referencia hortícola. Quédense con la esencia que late entre los primeros interrogantes. ¿Para qué queremos la independencia? Y atiendan al enunciado, porque no les estoy cuestionando si tenemos derecho a ella o si quienes nos la niegan juegan limpiamente. Eso es de otro parcial. Lo que hay que responder es si tenemos claro lo que queremos ser de mayores y si estamos dispuestos a asumirlo.

Cedan a la tentación de contestar desde las tripas o desde el cabreo secular por los incontables agravios. No le den la razón al amanuense del Borbón que escribió lo de las quimeras. Vamos de cráneo si nos creemos a pies juntillas el cuento de hadas de que la soberanía hará esfumarse la crisis, las desigualdades y las injusticias. Es igual de falaz que la mendruguez de López amenazando con que no podremos pagar las pensiones.

No hace mucho pregunté cuándo nos vamos. Ahora añado si sabemos a dónde y para qué. Por lo demás, estoy dispuesto.