Tenemos tantos frentes abiertos, que ayer se nos fue casi de puntillas el día internacional contra el acoso escolar. Siento decir que tampoco nos perdimos nada más allá de proclamillas de aluvión y rasgados de vestiduras de acuerdo a coreografías repetidas hasta la saciedad. Como nos ocurre con tantas injusticias intolerables, en el caso de los matones alevines que siembran el terror en los centros escolares, se nos va la fuerza por la boca. Somos la releche a la hora de denunciarlo con lemas resultones o con vídeos chachiguais como ese del Atlético de Madrid que, en realidad, debería darnos vergüenza porque nos presenta a un machito fortachón saliendo al rescate de la atribulada y atolondrada víctima.
Luego, nos medimos con los hechos contantes y sonantes, y nos encontramos con que en las aulas, los pasillos, el patio y/o el camino a la ikastola o el colegio hay chavalas y chavales que son sometidos a humillaciones físicas y sicológicas sin cuento por sus iguales. O algo más terrible todavía, pero desgraciadamente revelador: no pocas de esas criaturas hostigadas buscan a su alrededor congéneres más débiles y les hacen objeto de las mismas tropelías que sufren. Es un bucle infinito perverso que, por lo visto, no hay modo de cortar, por más protocolos requetemolones que importemos de los mitificados países nórdicos, allá donde el acoso no solo no se ha erradicado sino que se ha ido perfeccionando hasta la barbarie indecible. Supongo, claro, que ante un problema sin solución (o al que hay que tener coraje para buscársela) es más fácil hacer como que se hace y, en lo práctico, mirar hacia otro lado.