Contra el acoso escolar, nada

Tenemos tantos frentes abiertos, que ayer se nos fue casi de puntillas el día internacional contra el acoso escolar. Siento decir que tampoco nos perdimos nada más allá de proclamillas de aluvión y rasgados de vestiduras de acuerdo a coreografías repetidas hasta la saciedad. Como nos ocurre con tantas injusticias intolerables, en el caso de los matones alevines que siembran el terror en los centros escolares, se nos va la fuerza por la boca. Somos la releche a la hora de denunciarlo con lemas resultones o con vídeos chachiguais como ese del Atlético de Madrid que, en realidad, debería darnos vergüenza porque nos presenta a un machito fortachón saliendo al rescate de la atribulada y atolondrada víctima.

Luego, nos medimos con los hechos contantes y sonantes, y nos encontramos con que en las aulas, los pasillos, el patio y/o el camino a la ikastola o el colegio hay chavalas y chavales que son sometidos a humillaciones físicas y sicológicas sin cuento por sus iguales. O algo más terrible todavía, pero desgraciadamente revelador: no pocas de esas criaturas hostigadas buscan a su alrededor congéneres más débiles y les hacen objeto de las mismas tropelías que sufren. Es un bucle infinito perverso que, por lo visto, no hay modo de cortar, por más protocolos requetemolones que importemos de los mitificados países nórdicos, allá donde el acoso no solo no se ha erradicado sino que se ha ido perfeccionando hasta la barbarie indecible. Supongo, claro, que ante un problema sin solución (o al que hay que tener coraje para buscársela) es más fácil hacer como que se hace y, en lo práctico, mirar hacia otro lado.

Acoso escolar y complicidad

Tiene razón la consejera de Educación de la CAV cuando dice que hay cosas que se ven en la escuela, pero hay otras que se ven en la comida y en la cena, los domingos por la tarde y los sábados por la mañana. Es absolutamente cierto que los padres y las madres debemos mostrar la atención que nos pedía Isabel Celaá para detectar en nuestros hijos el menor síntoma de que son víctimas de maltrato en las aulas. Ni siquiera es necesario poseer unas grandes dotes de observación ni espiar con paranoia cada movimiento o cada gesto de los chavales. Si están pasando por ello, no lo podrán ocultar fácilmente. Tal vez su primer impulso, por vergüenza, miedo o no ser causa de preocupación, sea negarlo, pero a poco que haya una relación fluida, necesitarán soltar lastre y lo confesarán. Ahí debería comenzar a solucionarse el problema. Sin embargo, no es así.

Los propios datos que ha ofrecido el Departamento nos llevan al desaliento. Se afirma haber encontrado 33 casos probados sobre 90 sospechas… ¡en una comunidad formada por unos cuantos miles de alumnos y alumnas! Unos números demasiado optimistas, más cuando se comparan con los que aportan los propios escolares: el 17 por ciento de los de primaria y el 12 por ciento de los de secundaria aseguran ser martirizados regularmente por sus compañeros. La suma rebasa con creces las tres decenas reconocidas oficialmente. ¿Qué pasa con el resto? Absolutamente nada. Total impunidad, cuando no ominosa complicidad de quienes deberían evitar que se produjeran.

Casos reales

Hablo, desgraciadamente, por experiencia de varias personas de mi entorno más o menos cercano. Son, en concreto, tres casos diferentes por el sexo y la edad de los niños afectados y por el tipo de centro, pero con el mismo desesperanzador desenlace: o aceptáis que las cosas son así, o buscáis otro colegio… si os admiten, claro, que las plazas están muy cotizadas. Pero, ¿no existen unos llamados protocolos para denunciar estas situaciones? Sí, desde hace varios años. Otra cosa es que cumplan su propósito o, simplemente, que lleguen alguna vez a ponerse en marcha. “Ten en cuenta que si esto sigue adelante, a lo mejor lo que se acaba demostrando es que es tu hija la que empieza todas las peleas en las que la zurran”, le espetó una dulce monjita a una madre que había anunciado que iba a iniciar el trámite. La reacción fue similar en los otros dos casos. Nadie dio un paso más. El tiempo alivió algo el suplicio de los chavales. No pueden decir que la comunidad educativa les prestó ayuda.