Puntos negros

Sigo en los túneles de Lutxana. Pura cabezonería, ya lo sé. Ocurre que no quisiera ser cómplice, ni siquiera en vigesimoquinta derivada, de la próxima violación. Porque ustedes y yo sabemos que ocurrirá, ¿verdad? Tal vez no exactamente en estos pasadizos ahora tristemente célebres, aunque tampoco sería tan extraño a la vista de la chapucera presunta clausura a base de unas cintas de plástico que cualquiera que quisiera franquearía sin mayor dificultad. Podría ser, por desgracia, en otro hito del rodeo que los y las viandantes tendrán que hacer tras el cacareado cierre; a mi el paso bajo la autopista, por ejemplo, no me inspira la menor confianza. Y si no es ahí, a trescientos metros, a quinientos, o a dos, treinta o cien kilómetros.

En realidad, cuando digo que sigo en esos túneles, no lo hago como referencia espacial concreta sino como símbolo de tantísimos lugares donde hay altas probabilidades de sufrir una agresión sexual. Deben de ser centenares en nuestro entorno, e incluso me consta que se han cartografiado por municipios, por comarcas, por territorios y hasta por comunidades, pues tengo el recuerdo difuso de su presentación en bienintencionadas comparecencias ante los medios. Otra cosa es que las interesadas, las probables víctimas, hayan llegado a saber de la existencia de esos mapas o estén a su alcance. Yo llevo tres días dando vueltas en Google y apenas encuentro apuntes fragmentados y dispersos.

Más allá de esa reveladora ineficacia comunicativa, ya decía ayer que es una falacia pretender acabar con las violaciones señalando en un plano los lugares en que se producen o, como ha sido el caso de Barakaldo, vedando el tránsito por ellos. Defiendo, claro, una arquitectura urbana que no se lo ponga fácil a quienes están dispuestos a cometer un delito. Pero aparte de que eso es cuestión de años y de que que se siguen construyendo ratoneras, insisto en que por sí solo no basta.

Túneles de la vergüenza

Se cuenta que en la época del bajito de Ferrol, un avispado subsecretario dio con una brillante solución para reducir drásticamente la gravedad del rosario de accidentes ferroviarios que ocurrían por entonces. Dado que el mayor número de víctimas se registraba entre los que viajaban en el vagón de cola, propuso eliminar de los convoyes el último coche. Cuando un machaca de la centuria que sabía sumar y restar le hizo ver en voz baja que en ese caso, el penúltimo pasaría a ser el último y se estaría en las mismas, el fulano se rascó la cabeza y concluyó: “Pues no va a quedar otro remedio que prohibir que los ciudadanos utilicen el tren”.

No se puede negar que la lógica de aquella luminaria del régimen era aplastante. Tanto como la que ha aplicado el ayuntamiento de Barakaldo para acabar con las agresiones sexuales en los túneles de Lutxana: se cierran y santas pascuas. Allá películas cómo se las tengan que apañar los y las que deben cruzar de un extremo a otro. Y mucho peor: que le vayan dando al derecho a circular con seguridad por los espacios públicos. Como sigamos profundizando en el argumento, el mensaje final será: “Mujer, si no quieres que te violen, no salgas de casa”.

Leo con tristeza y asombro que la medida se ha tomado de acuerdo con asociaciones de mujeres y tras consultarlo con los grupos políticos. Sigo esperando que fuera una disculpa inventada por el portavoz municipal que anunció la clausura. Si no llega el desmentido contundente, lo tomaré por una dolorosa claudicación. Por desgracia, debo añadir que tampoco me extrañaría. De un tiempo a esta parte, percibo horrorizado e impotente que todo lo que se hace frente a los ataques sexuales es ponerse tras una pancarta cuando han sucedido. Ya escribí que somos el copón condenando y rechazando. Lo de evitarlo lo tenemos atragantado. Y si hay que echarle la culpa a alguien, para eso están los túneles. Los agresores, encantados.