Los tres miembros de la familia de Alcalá de Guadaira no murieron por comer alimentos en mal estado procedentes de un contenedor de basura. Fue por efecto de un agente tóxico sin identificar, en cualquier caso, ajeno a la última cena de las víctimas, que para más señas, había sido cocinada con ingredientes adquiridos en un mercado. Si tuvieran capacidad para el sofoco, algunos denunciatodo de pitiminí deberían haber entrado en ebullición. ¡Menudas soflamas justicieras se largaron con la truculenta historia que ahora ha resultado no responder a la verdad! ¿La verdad? Ah, sí, esa que no debe jorobar los buenos titulares, según dicen los cínicos de este oficio, que por lo visto empiezan a ser mayoría. Luego tienen las santas pelotas de cantarnos las mañanas con la chorripijez esa del #Periodigno.
Pues no crean que se han dado por aludidos los santones. Ahora la culpa es del primer teletipo, que daba a entender el novelón de Dickens que corrió como la pólvora y provocó la consiguiente torrentera de bilis del quince. Supongo que habré soñado que uno de los principios básicos del curro de cuentacosas consiste en contrastar las informaciones. Ya no digo en tres fuentes, como hicieron Woodward y Bernstein con el Watergate, pero qué menos un par de llamaditas de confirmación antes de echarse al monte, ¿no? Pues, efectivamente, no; primero se dispara y luego se pregunta. O ni eso, porque en cuanto ha llegado el desmentido, la primera providencia ha sido ponerse de perfil y la segunda, que ya la veo venir, defenderse atacando. Va un café a que en las redes sociales me va a salir más de un comentarista a esta misma columna a escupirme que lo que no pasó pudo haber pasado.
Y yo, si tengo moral, contestaré que sí, que por desgracia, es muy verosímil que una familia se vaya al otro barrio por ingerir ponzoña apañada en la basura. Pero que si no ha ocurrido, no hay por qué contarlo como no fue.