Hay motivos, claro que sí, para echar sapos, culebras y escorpiones por la pretensión del Partido Popular de conservar un puñado de feudos municipales a base de cambiar el modo de elegir a los alcaldes. Hacerlo a apenas unos meses de los comicios y tirando una vez más del rodillo de su mayoría absoluta redondea la tropelía. Una cacicada del nueve largo sin matices. Bueno, con alguno, en realidad. Lo que se disponen a perpetrar Rajoy y sus peritos en manipulación de urnas es, básicamente, lo que ha venido haciendo cualquier formación de gobierno (en ocasiones, con cómplices en los bancos de enfrente) desde, como poco, la recuperación de la costumbre votar, allá por 1977.
Es norma no escrita —pero comúnmente aceptada— que todo reglamento electoral o modificación del mismo tenga entre sus funciones facilitar el mantenimiento del poder a quien ya lo posee y, como premio de consolación, asegurar una pingüe representación a los partidos que se prestan a colaborar. Supongo que por más cándidos que seamos, no creeremos que la proporcionalidad, el respeto a la voluntad popular o la justicia del proceso tocan algún pito en esta vaina. Las circunscripciones, la asignación del número de electos, los porcentajes mínimos, en conjugación con las pérfidas matemáticas de D’Hont, se han ido toquiteando según soplaran los vientos sociológicos. Con flagrantes contradicciones, además: lo que nos parece lógico en Navarra (unirse para derribar la mayoría minoritaria) nos resulta un desafuero, por ejemplo, en Gipuzkoa. Y viceversa, naturalmente. O sea, que quizá no estemos en condiciones de protestar demasiado.