Ingeniería electoral

Hay motivos, claro que sí, para echar sapos, culebras y escorpiones por la pretensión del Partido Popular de conservar un puñado de feudos municipales a base de cambiar el modo de elegir a los alcaldes. Hacerlo a apenas unos meses de los comicios y tirando una vez más del rodillo de su mayoría absoluta redondea la tropelía. Una cacicada del nueve largo sin matices. Bueno, con alguno, en realidad. Lo que se disponen a perpetrar Rajoy y sus peritos en manipulación de urnas es, básicamente, lo que ha venido haciendo cualquier formación de gobierno (en ocasiones, con cómplices en los bancos de enfrente) desde, como poco, la recuperación de la costumbre votar, allá por 1977.
Es norma no escrita —pero comúnmente aceptada— que todo reglamento electoral o modificación del mismo tenga entre sus funciones facilitar el mantenimiento del poder a quien ya lo posee y, como premio de consolación, asegurar una pingüe representación a los partidos que se prestan a colaborar. Supongo que por más cándidos que seamos, no creeremos que la proporcionalidad, el respeto a la voluntad popular o la justicia del proceso tocan algún pito en esta vaina. Las circunscripciones, la asignación del número de electos, los porcentajes mínimos, en conjugación con las pérfidas matemáticas de D’Hont, se han ido toquiteando según soplaran los vientos sociológicos. Con flagrantes contradicciones, además: lo que nos parece lógico en Navarra (unirse para derribar la mayoría minoritaria) nos resulta un desafuero, por ejemplo, en Gipuzkoa. Y viceversa, naturalmente. O sea, que quizá no estemos en condiciones de protestar demasiado.

Los vascos somos tontos

El PSE tenía que haber ganado por quince traineras las elecciones del 22-M, convirtiendo a PNV y Bildu en excrecencias anecdóticas de interés exclusivo para folcloristas. Lo que pasa es que las vascas y los vascos del compartimento autonómico somos imbéciles. Votamos al tuntún y al día siguiente, cuando vemos el mal causado por nuestra ligereza, nos tiramos de los pelos y caemos de rodillas, arrepentidos de haber dejado tres cuartos de país en manos subversivas que lo someterán al terror y a la barbarie.

No me miren con esa cara, que la idea no es mía. El argumento de esta peli de serie Z lleva el copyright del pomposo Gabinete de Prospecciones Sociólogicas del Gobierno López, que tras la monumental bofetada que arrearon las urnas a sus huestes, perdió el orto para buscar una excusa a los calamitosos resultados. Mira que era fácil ir a un par de bares, preguntar a los paisanos y enterarse de que el personal está hasta la tonsura de unos tipos que, además de atizarles rojigualdas por doquier, les han despedazado la sanidad, la educación y, en general, la economía.

En lugar de eso, que habría sido más barato, la churrería de las encuestas se cascó una teléfonica para averiguar si, vistas las criadillas al morlaco, la plebe inculta estaba satisfecha de haber votado lo que votó o de haberse abstenido. Lo mejor es que un 94 por ciento se reafirmó. El porcentaje de teóricos arrepentidos era una menundencia que no habría cambiado nada. Ese era el titular que cualquier investigador serio habría ofrecido, pero no era útil para la causa justificatoria, así que se vendió la mercancía contando que 150.000 vascos cambiarían su sufragio o su abstención. Para votar al PSE en masa, por supuesto.

La conclusión de la trola venía a ser la que citaba al principio: que somos una panda de tontos de baba. Está claro que ellos nos toman por tales. De ahí que pensaran que nos tragaríamos esa filfa. Pues no cuela.