Esconder las siglas

Para mi sorpresa, se festeja como novedad y gran hallazgo que algún candidato a alcalde haga campaña prescindiendo de las siglas de su partido, es decir, escondiéndolas. Al ejemplo más célebre y celebrado, Borja Sémper, le pregunté una gotita a mala leche si las iniciales BS eran de Banco de Santander o de Sabadell, y él me hizo una cobra dialéctica. En lugar de contestar, me colocó la falaz teórica de las municipales como elecciones en las que se pondera lo humano y lo cercano por encima de las ideologías.

Efectivamente, es obvio que la impronta personal del candidato o de la candidata es en un buen montón de casos lo que impulsa de forma decisiva el voto de sus vecinos. Hay mil y un regidores que, ejerciendo como versos libres de sus organizaciones y hasta siendo un dolor de muelas, obtienen mejores resultados que los que las siglas de referencia cosechan en otros comicios. Azkuna, Odón Elorza en un tiempo o José Ángel Cuerda son el prototipo de lo que apunto. Nótese que, a diferencia del mentado Sémper, todos cimentaron su crédito extra después de haber ejercido como alcaldes. Por lo demás, ninguno de ellos ocultó a sus posibles votantes que se presentaban bajo unas siglas concretas, cuya ideología troncal, y aún con cierta manga ancha, marcaría a la postre su actuación al frente del consistorio.

Y falta, claro, el detalle fundamental, que apuntaba con tino la tuitera Ángela Mártinez de Albéniz: quien paga la campaña es el partido, no el candidato. Mientras sea así, y aunque se comprenda humana y estratégicamente que se practique, el birlibirloque de las siglas tiene bastante de descortesía y de postureo.

Ingeniería electoral

Hay motivos, claro que sí, para echar sapos, culebras y escorpiones por la pretensión del Partido Popular de conservar un puñado de feudos municipales a base de cambiar el modo de elegir a los alcaldes. Hacerlo a apenas unos meses de los comicios y tirando una vez más del rodillo de su mayoría absoluta redondea la tropelía. Una cacicada del nueve largo sin matices. Bueno, con alguno, en realidad. Lo que se disponen a perpetrar Rajoy y sus peritos en manipulación de urnas es, básicamente, lo que ha venido haciendo cualquier formación de gobierno (en ocasiones, con cómplices en los bancos de enfrente) desde, como poco, la recuperación de la costumbre votar, allá por 1977.
Es norma no escrita —pero comúnmente aceptada— que todo reglamento electoral o modificación del mismo tenga entre sus funciones facilitar el mantenimiento del poder a quien ya lo posee y, como premio de consolación, asegurar una pingüe representación a los partidos que se prestan a colaborar. Supongo que por más cándidos que seamos, no creeremos que la proporcionalidad, el respeto a la voluntad popular o la justicia del proceso tocan algún pito en esta vaina. Las circunscripciones, la asignación del número de electos, los porcentajes mínimos, en conjugación con las pérfidas matemáticas de D’Hont, se han ido toquiteando según soplaran los vientos sociológicos. Con flagrantes contradicciones, además: lo que nos parece lógico en Navarra (unirse para derribar la mayoría minoritaria) nos resulta un desafuero, por ejemplo, en Gipuzkoa. Y viceversa, naturalmente. O sea, que quizá no estemos en condiciones de protestar demasiado.