La ‘traición’ de Imanol

Diez años de la muerte de Imanol. Qué gran momento podría haber sido para que tantos y tantos de los que van todo el rato con la memoria en astillero demostraran que lo suyo no es de boquilla. Pero ni modo, claro. A ver quién es el guapo que sale a cantar la gallina sobre la otra noche de piedra que sobrevino a la que sí se puede recordar sin riesgo de ser excomulgado. Ahí sí se aplica, ¿verdad?, lo que en la contraparte nos resulta inaceptable: que si no hay que reabrir viejas heridas, que si hay que mirar al futuro, que si no hay que olvidar el contexto… Y esos son los enunciados medianamente presentables. En el fuero interno de muchos de estos conmemoradores selectivos anida la conciencia culpable de su vergonzante cobardía, cuando no de su miserable participación activa en el linchamiento. A ver si esos que andan inventariando las castas llegan algún día a nuestro parnasillo local, atestado de canallas con apariencia entrañable y docenas de armarios repletos de cadávares.

Aún hoy habrá, apuéstense algo, quien me espete que le estoy bailando el agua a un traidor. Las fatwas, ya se sabe, sobreviven al que ha sido objeto de ellas a modo de aviso a futuros desviados de la ortodoxia y autojusticación de los malnacidos que las emiten. Lo gracioso, o sea, lo siniestro de este caso es que la traición fundacional de Imanol consistió en denunciar el asesinato de Yoyes por haber dado el paso que al correr de los años —mucho años— daría, bajo el palio de los héroes esta vez, uno de los que la apiolaron.

Dedico estas líneas al puñado de valientes que no lo abandonaron aquí en Donostia ni allá en Tombuctú.

Exiliados

Por esas casualidades de la vida que seguramente no lo son, en los últimos días un político de acreditado oportunismo y tres o cuatro esparcidores de incienso constitucionalista (léase anti abertzale) han vuelto a remover con un zurriago el delicado caldero hirviente de los exiliados. Nadie mejor que ellos debería conocer el discreto y laboriosímo trabajo que está haciendo en este terreno desde hace varios meses el Gobierno Vasco. Sí, el de Patxi López y Rodolfo Ares, bendecido y sostenido por el PP, que cuando se lo propone y se confía a gentes que no usan anteojeras ideológicas, es capaz de hacer las cosas medianamente bien. Lástima que vengan a pisarle la manguera bomberos de su mismo retén.

No creo que haya nadie con dos dedos de frente y un gramo de corazón que niegue que la violencia de ETA expulsó de su tierra a muchísimas personas. Facilitar su vuelta y ayudarlas a comenzar de nuevo es un acto de justicia que, como tantas asignaturas que tenemos aún pendientes, debería implicarnos a todos. El diabólico problema que nos encontraremos (que, de hecho, ya se están encontrando los que han acometido la tarea de su identificación) es establecer su número, siquiera aproximado. Las cifras que se manejan se quedan estratosféricamente lejos de los doscientos mil acuñados por Fernando Savater y luego recrecidos hasta el doble por él mismo y otros mariachis de la hipérbole malintencionada.

Salvo que haya alguna intención de ocultarnos los datos, ese pútrido mito está a punto de saltar por los aires y caer hecho pedazos sobre sus zafios inventores y difusores. ¿Por qué en esas columnas y en esas soflamas que mentaba al principio siguen blandiendo la cifra mágica? ¿Por qué continuar alimentando una mentira que, si siempre fue increíble, ahora además va a ser desenmascarada con pelos y señales? Simplemente, porque la verdad y cualquier cosa que se le parezca les importa un carajo.

Polémicas añejas

Lo del viejo tiempo que no acaba de morir y el nuevo que no termina de nacer es algo más que un tópico. Si nos miramos al espejo y al ombligo, comprobaremos que ahora mismo estamos exactamente ahí, en una suerte de tierra de nadie de nuestra Historia que nos resistimos a abandonar. ¿Por miedo? ¿Por pereza? ¿Por comodidad? Tal vez, mezclando lo uno y lo otro, por simple inercia. Llevamos tantas lunas volteando la sobada noria, que las piernas se resisten a describir una tangente y enfilar de una puñetera vez hacia ese futuro que decíamos soñar.

Nunca daremos el paso definitivo si seguimos anclados a los tics y a las polémicas del pasado. La que ha surgido a cuenta de la presencia o la ausencia de escoltas en los ayuntamientos huele a rancio que echa para atrás. Medio gramo de empatía y otro medio de sentido común habrían bastado para evitarla, pero no parece que nadie haya estado por labor. Y “nadie” es, literalmente, “nadie”. Si fue un error estrenar una legislatura con una medida que no era en absoluto urgente y que se podía haber adivinado a quiénes les iba a despertar la gula, ha sido todavía peor la rubalcabada de amenazar con una ley que desfaga el entuerto en diez minutos.

Inaugurado el lodazal, los argumentos razonables han quedado fuera de juego. Recordar que en el mismo Parlamento vasco ya impera una norma así o que hace nueve años el alcalde -entonces, socialista- de Santurtzi aprobó lo mismo sin la menor bulla te convierte en enemigo de los tirios. Pero si señalas que en este minuto del partido hace más falta que nunca demostrar que no nos es ajeno el sufrimiento de las personas amenazadas, son los troyanos los que te ponen en la lista negra. Y si expones las dos cuestiones, eres algo peor a ambos lados de la barricada: un cobarde equidistante.

Debe de haber una forma de romper esta diabólica espiral que nos devuelve una y otra vez adonde ya hemos estado. ¿Queremos encontrarla?