El Ezkerbatuagate alavés nos ha dejado con la ceja levantada y la boca de par en par por lo cutre y por lo osado. Es difícil decidir qué es lo que más llama la atención del episodio: la repugnante cloaca que destapa, el morro que gastaron los peticionarios de la luna o la autoconfianza en la impunidad que hay que tener para soltar un órdago de ese pelo sin pararse a pensar que podía ser descubierto.
Algo de todo eso hay, amén de un monumental desprecio por la ética, el juego limpio y, por descontado, por las 6.258 personas que creyeron estar votando una opción de izquierdas y avalaron, sin saberlo, el chiringuito de unos sacamantecas. Siendo eso así, y una vez la pituitaria se nos acostumbra al hedor, deberíamos quedarnos un rato más entre la mugre para discernir si estamos ante una triste excepción o, lo que es más desgraciado, en medio de una regla.
Quisiera verlo de otro modo, pero me temo que, efectivamente, es lo segundo. Si tenemos estómago para bucear entre la porquería accesoria y llegarnos a lo sustancial, nos encontraremos que la chabacana actuación buscaba algo tan pedestre como la supervivencia de un puñado de tipos que se habían quedado con una mano delante y otra detrás. Un juez benévolo podría apreciar, incluso, el atenuante de necesidad perentoria.
Si se cayó tan bajo, fue por procurarse un mendrugo (con foie) que llevarse a la boca. Miremos la política en su conjunto y comprobaremos que se ha convertido en un gran comedor de transeúntes para los que la ideología es una escudilla con la que recogen las migajas que les echen. Su sustento depende de figurar en unas listas o de estar a buenas con el dueño del aparato, que es quien tiene poder para hacer ministros, consejeros, jefes de gabinete o, aunque sea, bedeles. Y los que están ahí por auténtica vocación de servicio -que aún son mayoría- guardan un silencio cómplice. No se extrañen si los metemos en el mismo saco.