Política de supervivencia

El Ezkerbatuagate alavés nos ha dejado con la ceja levantada y la boca de par en par por lo cutre y por lo osado. Es difícil decidir qué es lo que más llama la atención del episodio: la repugnante cloaca que destapa, el morro que gastaron los peticionarios de la luna o la autoconfianza en la impunidad que hay que tener para soltar un órdago de ese pelo sin pararse a pensar que podía ser descubierto.

Algo de todo eso hay, amén de un monumental desprecio por la ética, el juego limpio y, por descontado, por las 6.258 personas que creyeron estar votando una opción de izquierdas y avalaron, sin saberlo, el chiringuito de unos sacamantecas. Siendo eso así, y una vez la pituitaria se nos acostumbra al hedor, deberíamos quedarnos un rato más entre la mugre para discernir si estamos ante una triste excepción o, lo que es más desgraciado, en medio de una regla.

Quisiera verlo de otro modo, pero me temo que, efectivamente, es lo segundo. Si tenemos estómago para bucear entre la porquería accesoria y llegarnos a lo sustancial, nos encontraremos que la chabacana actuación buscaba algo tan pedestre como la supervivencia de un puñado de tipos que se habían quedado con una mano delante y otra detrás. Un juez benévolo podría apreciar, incluso, el atenuante de necesidad perentoria.

Si se cayó tan bajo, fue por procurarse un mendrugo (con foie) que llevarse a la boca. Miremos la política en su conjunto y comprobaremos que se ha convertido en un gran comedor de transeúntes para los que la ideología es una escudilla con la que recogen las migajas que les echen. Su sustento depende de figurar en unas listas o de estar a buenas con el dueño del aparato, que es quien tiene poder para hacer ministros, consejeros, jefes de gabinete o, aunque sea, bedeles. Y los que están ahí por auténtica vocación de servicio -que aún son mayoría- guardan un silencio cómplice. No se extrañen si los metemos en el mismo saco.

Úriz frente al aparato

Cuando Roberto Jiménez, rampante líder del actual PSN, vino al mundo, José Luis Úriz ya había corrido unos cuantos encierros delante de los grises y tenía estrenado el certificado de penales. Va a tener bemoles que aquella criatura que, tras feliz infancia y escaladora juventud, se amorró al puño y la rosa por los oscuros tiempos de Urralburu, Otano y Roldán, firme el acta de expulsión del veterano militante. De hecho, los tiene ya que el pipiolo y no improbable futuro presidente foral ande poniendo de chupa de dómine al díscolo abuelete (lo escribo con respeto y cariño), y marcando, con perdón, aparato.

En ese feo y ambiguo vocablo está la clave de todo. Hace mucho tiempo que la ideología dejó de tener la menor importancia en un partido político. Eso es, como mucho, para los afiliados de base, que en lugar de cobrar, pagan, los muy tontorrones. En los peldaños de arriba se juega una timba con reglas diferentes. Ahí no hay ideas; sólo aparato, y que se mantenga perfectamente engrasado es vital para la supervivencia de los que han arribado -arribistas, la misma palabra lo dice- hasta la sala de máquinas del portaviones. Cualquiera con dos o tres principios está de más en un lugar así. Estrategas, tácticos, correveidiles, tránsfugas irredentos, zancadillistas, fontaneros, lamelibranquios, alfombras humanas y otros seres de sangre helada forman el bestiario eternamente dirigente. Y me apuesto la columna de mañana a que nueve de cada diez lectores tienen ahora en su mente un nombre de siete letras y un apellido de cuatro. Sólo Pío Cabanillas y el mismo Maquiavelo le pueden hacer sombra desde el más allá a ese que están ustedes pensando.

Expulsión y liberación

El entusiasta militante, por más quinquenios de cuotas pagadas que lleve, no tiene nada que hacer frente al aparatero profesional recién desembarcado. Y vuelvo al caso del correoso Úriz, nacido nada menos que en el número 70 de la madrileña calle Ferraz, sede de la PSOE Corporation, que va a ver cómo el advenedizo Jiménez le rompe el carné. “Estamos hartos de quijotismos”, ha dicho el joven y sobradamente arrogante secretario general en una tosca adaptación del legendario “El que se mueve no sale en la foto” de Alfonso Guerra.

Dicen de la disciplina inglesa, pero la que duele de verdad es la de partido. No hay grilletes que aprieten como unas siglas. Y eso es lo que se llevará por delante el rebelde de Villava, que en lo sucesivo podrá discrepar hasta de sí mismo sin tener que rendir más cuentas que las que le pida su conciencia.