Por alguna razón, los gestores de la Educación de cualquier gobierno español independientemente de sus siglas sienten la necesidad de cambiar las normas cada rato. Ocurre con las grandes leyes que, en realidad, son sucesivas contrarreformas, pero también con los reglamentos de cada una de ellas. Así, ahora que se debe aterrizar la recién aprobada LOMLOE, más conocida como Ley Celaá, nos encontramos en los titulares las ocurrencias más recientes del equipo de expertos del ministerio, que nunca defraudan. Esta vez la petenera por la que han salido es el aguachirlado de los suspensos. La intención de lo que se asegura que todavía es un borrador es que se pueda pasar de curso en primaria y secundaria hasta con tres asignaturas no aprobadas. Sí, nada más y nada menos que tres. La decisón final dependerá de un comité de cada centro que deberá establecer si el alumno o la alumna en cuestión acredita la suficiente madurez para promocionar al siguiente nivel. Así, a primera vista, no se diría que el método va en la línea de la búsqueda de la excelencia con la que tanto nos dan la matraca. En todo caso, es una forma de reconocer que buena parte de los contenidos de los programas educativos son perfectamente prescindibles y que la evaluación basada en los exámenes clásicos debería pasar a mejor vida de una vez. Otra cuestión es encontrar una alternativa razonable, viable y sobre todo, justa para determinar no solo el paso de curso sino los méritos concretos y diferenciales de cada estudiante. Es algo que se busca desde que yo estaba en un pupitre, mucho me temo que sin resultados. Por eso vamos de parche en parche.
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Un examen difícil (Bis)
Al final, el famoso examen de Matématicas de Selectividad de la Universidad del País Vasco era difícil, pero no tanto. Es verdad que pencaron —nótese al viejuno que escribe— algo más de la mitad de los que se presentaron, pero también lo será, en virtud de lo anterior, que cerca del 50% de los aspirantes aprobaron. Al margen de si resulta excesiva o no la cosecha de calabazas, el hecho nos apunta algo que va a misa: trabajando la materia indicada en el programa de la asignatura era posible aprobar.
A partir de ahí, y aunque su desazón y hasta su enfado son humanamente comprensibles en grado sumo, queda en entredicho el argumentario de los alumnos que se encontraron una prueba ajustada al currículum pero no a la costumbre. Insistir en la queja con una pancarta que serviría para suspender de rebote euskera, como apunta Juan Ignacio Pérez Iglesias, no habla muy bien de la madurez que, más allá de lo puramente académico, es lo que debería evaluarse a las puertas de la enseñanza superior. Y peor se antoja el papel de los docentes que al protestar se delatan: en lugar de enseñar la materia, entrenan para conseguir el aprobado.
Claro que tampoco es culpa suya, sino de lo que para mi sorpresa ha quedado fuera de este episodio. Lo que no es de recibo no es tal o cual examen concreto, sino la Selectividad en su conjunto. Se tome por donde se tome, carece de sentido. Si es una monumental injusticia jugarse varios años de estudios a una carta, igualmente lo es que acabe superándola el 98% de los que se presentan… y no digamos ya el hecho de que a la mayoría aprobarla no les sirva para prácticamente nada.