Con un suspenso

Les cuento una batallita de adolescencia. En 2º de BUP —4º de la ESO al cambio actual— me suspendieron Matemáticas. Fue un atraco a mano armada (de rotulador rojo) en toda regla. Mis ejercicios, confrontados con los de mis compañeros de fila, daban, como poco, para un 8. Sin embargo, la peculiar docente al mando de mi destino académico, una tipa que espero paste ya en el infierno, decidió catearme simplemente porque le caía mal, supongo que por mi fama de rebelde, aunque no podría asegurarlo. Mi respuesta a la injusticia, acorde con esa reputación de indócil, consistió en no presentarme a ninguna recuperación. Ni ese mismo mes de junio, ni en septiembre, ni en las mismas fechas del año siguiente. Total, que llegué a COU —de letras puras, latín y griego, por demás— arrastrando la maldita materia y, en consecuencia, sin el título de Bachillerato que era la condición obligatoria para poder presentarse a Selectividad.

Ni se imaginan la bronca que me montó mi tutora por mi absoluta irresponsabilidad, pachorra, inmadurez, soberbia y no sé cuántas cosas más. Aunque la inmensa mayoría de los profesores, en atención a mi currículum, abogó por regalarme el aprobado y dejarlo correr, ella se negó en redondo y me obligó a presentarme a un examen a cara o cruz.

A quien no esté en el secreto le desvelo ahora que esa tutora inflexible (buena profesora y persona a la que siempre he tenido en gran estima, por otra parte) se llamaba Isabel Celaá Diéguez. Es, en efecto, la misma ministra de Educación que impulsa una reforma que contempla que se pueda obtener el título de bachillerato con una asignatura pendiente. Paradojas.

Filosofía obligatoria

Escucho entre el pasmo, la pereza infinita y algo muy parecido a la indiferencia el clamor festejante unánime por la vuelta de la Filosofía como asignatura obligatoria a los programas educativos del bachillerato. Si tanto molaba, se pregunta uno a santo de qué convirtieron en optativa la untuosa materia que ahora devuelven con los votos de todo el arco parlamentario español, como la piedra que es, a las mochilas de los atribulados cachorros de la tribu. No se esfuercen, que sé la respuesta: cada reforma educativa de un gobierno lleva como hipoteca de vencimiento fijo una contrarreforma a cargo del siguiente gabinete. Y en este caso, parece que del millón de aspectos muy derogables de la anterior ley, se ha decidido empezar por este bonito fuego de artificio para la galería.

Como hace bastantes lustros dejé de estar en edad de frecuentar aulas, ahí me las den todas. Me limito a dejar constancia de mi solidaridad con la chavalada que, igual que centenares de generaciones anteriores, tendrán que apechugar con una serie de enseñanzas perfectamente prescindibles. Su única suerte será que den con un docente que les suministre las dosis de nada con cierta gracia. Huelgo decirles, porque son lo suficientemente avispados para estar al cabo de la calle, que la tal filosofía no les hará “instalarse conscientemente en el tiempo y en el espacio”, como exageró, rozando el desabarre, la ministra Celaá. Tampoco les “enseñará a pensar” ni “desarrollará su conciencia crítica”, según la chachiversión oficial. De tales menesteres deberán encargarse ellas y ellos, igual que de aprobarla en como se llame ahora la Selectividad.