El 13 de mayo de 2001, que es anteayer o el pleistoceno según se mire, la coalición PNV-EA ganó unas elecciones que se habían puesto en chino y dejó a los amantes del Kursaal con la nevera llena de champán. Imposible olvidar el rostro de funeral de Isabel San Sebastián, a la que la malvada María Antonia Iglesias se dio el gustazo de martirizar un poco más. “Oye, con unos arreglitos, igual me valía a mi ese vestido de lentejuelas que ya no te vas a poner esta noche”, le soltó a la rubia oxigenada desde cuarenta o cincuenta centímetros más abajo. A estas alturas, nadie duda que ese triunfo contra pronóstico se debió, en buena medida, al efecto boomerang de las bofetadas atizadas por los rivales. No hay mejor argamasa para los cuerpos electorales que la brea ardiendo lanzada desde la trinchera enemiga.
Para no meternos en honduras interpretatorias sobre cuánto tuvieron que ver las mentiras de Aznar y Acebes en la victoria del PSOE tres días después de los atentados de Madrid, saltamos esa convocatoria y nos situamos en la siguiente, en las generales del 9 de marzo de 2008. Nueve de cada diez encuestas vaticinaban el fin de Zapatero, pero el que tuvo que salir traspuesto al balcón a reconocer que había palmado fue Rajoy. La clave aritmética estuvo en Catalunya, Andalucía y la CAV, donde los socialistas cosecharon unos números históricos. El último día de la campaña, ETA había asesinado vilmente al exconcejal del PSE Isaías Carrasco.
Obviamente, ni Ibarretxe en 2001 pidió por favor que le hostiasen a discreción, ni muchísimo menos, el PSOE hizo una rogativa en 2008 para que mataran a uno de los suyos. Simplemente ocurrió así y el resultado fue el que fue. Punto. Del mismo modo, sólo a un malnacido se le ocurre pensar que la Izquierda Abertzale pega saltos de alegría calculando los votos que le dará la condena a Otegi y Díez. Simplemente ha ocurrido así y el resultado será el que será.