Me tildaron como demagogo desorejado cuando me eché las manos a la cabeza por los 380.000 eurazos anuales (gabelas aparte) que se había puesto como sueldo la entonces recién nombrada directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde. Para mi pasmo quíntuple, hay muchas más personas de las que hubiera imaginado que tienen tal pastón por calderilla. “En la empresa privada estaría ganando diez veces más”, argumentaban los sorprendentes defensores, dando por hecho de propina que también les parecía la cosa más normal de la galaxia que un ser humano se llevase crudo de una sentada lo que el común de los mortales no acumularía en varias vidas. El corolario era que la sustituta de Strauss-Khan (ahorrémonos epítetos) era una mente tan preclara que todo el oro del mundo habría quedado corto como salario.
Pues ya lo estamos viendo. El penúltimo de los tropecientos lunes negros que llevamos encadenados se lo ha currado ella solita con su bocaza. Sabiendo que en el puesto que ocupa su verbo es carne, no se le ocurrió otra cosa que anunciar a los cuatro vientos una recesión inminente. Así, sin anestesia, porque sus másters y sus MBAs lo valen. Invitados al guateque por quien debía espantantarlos, los tiburones de costumbre –Mercados los llaman- se calzaron los colmillos de los días se fiesta y se pusieron finos a deuda soberana a precio de papel y, como entremés, acciones de todos los colores y sabores. Las bolsas europeas bajaron un 4% de media, que aunque en porcentaje suena a migajas, son miles de millones de euros en una tarde. Adivinen a quiénes se los van a rascar céntimo a céntimo.
Lo mejor es que después de haberla liado parda, sale tan ufana ayer en El País proclamando que “hay que romper el círculo vicioso de la crisis de confianza”. Como el modo elegido para hacerlo sea ir pregonando el apocalipsis, esto se va al guano antes de lo que nos tememos. Quizá hoy mismo.