Está y estuvo

20 de octubre, y sereno. Cuatro años, no sé si ya o todavía, porque hay veces que tengo la impresión de que han llovido mares y otras, sin embargo, me da por pensar que fue ayer mismo cuando el asfalto se teñía de sangre cada dos por tres y nos tocaba asistir al ceremonial rancio de la condena en do mayor y/o el cobarde silencio en fa sostenido. Fíjense, yo sí me acuerdo de eso. No en una nebulosa como si hubiera sido un mal sueño o hubiera ocurrido muy lejos. Fue aquí, se lo juro, y hay miles de personas que pueden dar dolorosísima fe de ello. Muchas otras, tampoco lo pasen por alto, ni siquiera están para contarlo. Las quitaron de en medio y desde entonces, de tanto en tanto se las remata con balas de olvido, con cuchilladas de omisión, con bombas, incluso, de desprecio. Qué puñetera vergüenza debería darnos que solo estemos dispuestos a reconocer u honrar aquellos muertos a los que podamos encajar un posesivo en primera del singular o del plural.

Y eso es lo menos malo. Me hace más daño aun comprobar que según el calendario se aleja de aquel 20 de octubre de 2011, se van difuminando lo que hoy ya sabemos que fueron disimulos iniciales. Al tic justificario le sucedió el tic glorificador. ¿Soy el único que ha visto a recién conversos adalides de la paz bailando el agua a tipos y tipas con veinte fiambres a sus espaldas? Pero claro, como en casi todo, estamos instalados en la coartada fácil, ya saben, el Estado que no se mueve. Me dirán, quizá, que me paso de cenizo, que es reciente una carta que sostiene que matar está mal. Ya, pero no hay manera de que nos digan eso mismo en pasado: estuvo.