Cinco años, cinco

Esta es una columna de trámite, no se lo negaré. Me traen la inercia de la efeméride y la fuerza de la costumbre. Si he escrito algo en cada aniversario, no voy a dejar de hacerlo en este, que es el quinto. Qué monográficos más bonitos hemos hecho todos para conmemorar el lustro del comunicado de liquidación de ETA por cese de negocio. Arrimando, claro, cada cual el ascua a su sardina o hasta mintiendo conscientemente. ¿Por? Pues porque hay que maquillar los recuerdos, supongo. ¿Cómo vamos a reconocer que, pasado un tiempo, aquello que tanto ansiamos, que soñamos de mil y una maneras, acabaría tocado de una vulgaridad carente de cualquier delicadeza?

Esto, sin más ni menos, era lo que algunos, exagerando dos huevas, llaman la paz. Ha tenido su cosa que estas fechas marcadas en el calendario hayan coincidido con el psicodrama de Alsasua. Qué gran piedra de toque para calibrar el minuto de juego y resultado del camino hacia la normalización. Por si alguien lo dudaba, hay quien está exactamente como en las décadas del plomo y la sangre corriendo por el asfalto. Unos en Tiro y otros en Troya, pero gastando las mismas demasías dialécticas y tirando sin rubor de panfleto chillón.

La buena noticia —y aquí descolocaré otra vez al señor que el otro día me reprochó que empezaba los textos de un modo y los terminaba de otro— es que esos, los irreductibles del conflicto a diestra y siniestra, son menos. Muchos menos. Están perfectamente censados en sus respectivas reservas que van menguando de elección en elección. Ocurre que los otros, los que les quintuplican, hace bastante tiempo que están a otra cosa.

Está y estuvo

20 de octubre, y sereno. Cuatro años, no sé si ya o todavía, porque hay veces que tengo la impresión de que han llovido mares y otras, sin embargo, me da por pensar que fue ayer mismo cuando el asfalto se teñía de sangre cada dos por tres y nos tocaba asistir al ceremonial rancio de la condena en do mayor y/o el cobarde silencio en fa sostenido. Fíjense, yo sí me acuerdo de eso. No en una nebulosa como si hubiera sido un mal sueño o hubiera ocurrido muy lejos. Fue aquí, se lo juro, y hay miles de personas que pueden dar dolorosísima fe de ello. Muchas otras, tampoco lo pasen por alto, ni siquiera están para contarlo. Las quitaron de en medio y desde entonces, de tanto en tanto se las remata con balas de olvido, con cuchilladas de omisión, con bombas, incluso, de desprecio. Qué puñetera vergüenza debería darnos que solo estemos dispuestos a reconocer u honrar aquellos muertos a los que podamos encajar un posesivo en primera del singular o del plural.

Y eso es lo menos malo. Me hace más daño aun comprobar que según el calendario se aleja de aquel 20 de octubre de 2011, se van difuminando lo que hoy ya sabemos que fueron disimulos iniciales. Al tic justificario le sucedió el tic glorificador. ¿Soy el único que ha visto a recién conversos adalides de la paz bailando el agua a tipos y tipas con veinte fiambres a sus espaldas? Pero claro, como en casi todo, estamos instalados en la coartada fácil, ya saben, el Estado que no se mueve. Me dirán, quizá, que me paso de cenizo, que es reciente una carta que sostiene que matar está mal. Ya, pero no hay manera de que nos digan eso mismo en pasado: estuvo.