De nuevo se me pasó el día mundial de la libertad de prensa. Y eso que esta vez coincidió, grotesca casualidad, con el de la madre. Qué oportunidad para hacer la loa cursi con doble tirabuzón. No crean, ya hubo algunos rapsodas tuiteros que se curraron el dos en uno, si bien la mayoría tiró por lo trillado. Que si la ley mordaza, que si los medios secuestrados en unas pocas manos, que si cuánto necesitamos periodistas valientes. No te joroba, como si no necesitáramos camareros o camareras con un par de narices que nos cobraran el cortado por lo que cuesta y no al precio abusivo que le ha puesto el dueño del bar. O mejor, empleados de banca aguerridos que concedieran créditos a quien los necesitara y tacharan impagos para evitar desahucios. Pero no, oigan; nadie reclama ese tipo de héroes. Parece existir un curioso consenso en que los únicos que se tienen que jugar el culo —quizá con los ciclistas— somos los que practicamos, o intentamos hacerlo, este oficio de tinieblas.
Lo tremendo es que una buena parte de los que nos exigen que seamos la hostia en vinagre de independientes lo único que pretenden es que escribamos o digamos exactamente lo que quieren leer u oír. Si lo hacemos, nos sacan bajo palio. Si no, empiezan a llover las tortas como panes. Es de llorar diez ríos que esos lectores y oyentes que reclaman la mayor de las purezas alberguen en su ser a un censor implacable o a un jefe de redacción cabrón de los que dictan cada línea. Claro que también es verdad que peor es cuando no pocos de este gremio, por canguelo o en busca del aplauso de aluvión, hacen piezas a medida de la parroquia.