Siete horas de vellón se tiraron el lunes los jacarandosos miembros de la Comisión Antiviolencia del deporte español escudriñando a quién podían emplumar por la monumental pitada al himno y al Borbón joven. Total, para parir un ratón escuchimizado. Por mucho que lo revistieran de palabros de cinco duros y salieran a la rueda de prensa con cara de estreñimiento crónico por la supuesta inmensidad de la ofensa al chuntachunta y al Preparao, al pasar a limpio sus decisiones resulta que a todo lo que llegan es a amenazar difusamente a no se sabe qué plataformas y a requerir información por un tubo. Para nota o para ingreso en frenopático, la exigencia al Athletic, al Barça, ¡y a la Federación! de recabar datos que, en su papel de organizadores del festejo futbolero, pudieran incriminarlos por no haber seleccionado adecuadamente a los espectadores. Es decir, que igual que a los viajeros a Estados Unidos se les exige jurar que no van a dar matarile al presidente, a los asistentes de la final del sábado se les debió haber conminado a prometer por la memoria de Pichichi o Ramallets que no iban a silbar la Marcha real.
Esa demanda de pata de banco, propia de chiste sobre el fondón dictador de Corea del Norte, nos da una idea del tipo de individuos en cuyas manos estamos. Los mismos, por cierto, que ante la música de viento de Camp Nou, lo primero que hicieron —ni esperaron al final del partido— fue emitir un comunicado de condena en unos términos que no emplearían ni en el caso de que Portugal se anexionara Ayamonte. Se empieza condenando pitadas y se sigue nombrando cónsul de Bitinia a un caballo.