Vete a casa

Ustedes, claro, ni idea de quién es un tal Pablo Martín Peré. Como yo hasta ayer mismo, cuando me lo encontré por casualidad en el tuit plañidero de un congénere suyo de esos que pasan directamente de delegado de curso a secretario de juventudes y de ahí a vieja gloria del aparato sin haber cotizado por cuenta ajena en su pinche existencia. ¿Que por qué deberíamos conocerlo? Ciertamente, el gachó no ha hecho absolutamente nada digno de mención ni se espera que lo haga, pero las circunstancias y el tinglado institucional en que estamos atrapados nos convierten en financiadores de sus necesidades y sus vicios. Es de sus impuestos y de los míos de donde sale el pico que este prenda se embolsa todos los meses por representarnos —es un decir— en el Congreso de los Diputados. Su ignota labor nos sale por 4.637,73 euros cada vez que cambiamos la hoja del calendario. Eso, suponiendo que no perciba otras gabelillas por bostezar en esta o aquella comisión. Dietas y gastos de transporte aparte, faltaría más.

A primera vista, y teniendo en cuenta cómo va el patio, no parece que esté mal, ¿verdad? Pues díganselo a él, pero en voz baja, que está que fuma en pipa a cuenta del pésimo trato que recibe de sus nada comprensivos pagadores, o sea, nosotros. Bajo el lagrimero título “Parlamentarios españoles: nuestra verdad”, el escocido Calimero de las Cortes se ha cascado una kilométrica entrada en su blog donde rezonga sin cuento por el escaso aprecio que dispensamos a sus desvelos continuos por el bien común. Que si no cobra un sueldo sino una “asignación constitucional”, que si en otros estados de Europa la retribución es mayor, que si viajan en preferente porque les sale más barato que en turista… Todo excusas no pedidas del mismo pelo que hasta a alguien como servidor que no comulga con la idea de que los políticos son unos jetas le hacen saltar: Pablo, deja de sacrificarte por mi. Vete a casa.

Los que joden

Hasta cierto punto, es normal que una grandísima hija de Fabra jaleara con un “¡Que se jodan!” el anuncio del enésimo machetazo a los derechos y la dignidad de los parados. Es altamente improbable que esta pija de manual con neurona única tuviera la menor noción del asunto que se estaba tratando. Aunque su familia extensa y su círculo de relaciones chachipirulis estén llenos de tipejos y tipejas que no han dado un palo al agua en su puta vida, seguramente jamás ha cruzado una palabra con alguien que quiera trabajar y no encuentre dónde. Dudo incluso que tal concepto pueda caberle a la peliteñida en el conjunto vacío que le hace las veces de cerebro. Tarea inútil, explicarle a esta niñata consentida cuyo mayor quebradero de cabeza es escoger entre un bolso de Louis Vuitton o uno de Loewe que hay gente que no es que no llegue a fin de mes, sino que no pasa del día uno.

El drama es que el destino de todas esas personas que no saben qué comerán mañana o cuándo los van a echar de su casa está en manos de individuos como Andrea Fabra. Porque puede que la vástaga del señor neofeudal de Castellón se haya delatado con su gesto de princesuela malcriada como el novamás de la insolidaridad indolente, pero no es la única que tal baila. Ni de su bancada ni de la de enfrente, esa a la que asegura que se refería con su “chincha rabiña”. La inmensa mayoría de los que asientan sus reales en el Congreso de los Diputados —ídem de lienzo en el Senado o en cámaras y camaritas autonómicas— no pueden hacerse ni la más remota idea de lo que significa ser un parado o una parada.

Simplemente, jamás se han visto ni a sí mismos ni a los de su entorno próximo en esa situación de angustia oceánica, de aniquilación total de la autoestima, que es cosechar una y otra y otra negativa. Legislan o hacen oposición sobre una realidad que les es absolutamente ajena. Y al que le afecte lo que decidan, que se joda.