Durante el episodio, casi psicodrama, de la ya celebérrima exposición de las hostias en Iruña, le dediqué media docena de cargas de profundidad a su autor, Abel Azcona. Lo mismo que él su polémica obra, lo hice en ejercicio de mi libertad expresión. Eso creía yo. Compruebo ahora que, en realidad, no estábamos en igualdad de condiciones, puesto que al artista se le niega ese derecho.
En una nueva demostración de la inquisición rampante —y cada vez con más brío y creciente descaro— en estos pagos, Azcona ha tenido que dar cuenta de su trabajo como investigado (eufemismo actual de imputado) ante el juez de instrucción número 2 de la capital navarra. Todo, como ya sabrán, porque una casposa asociación de (sedicentes) abogados cristianos le ha puesto una querella a la que, hay que joderse, la (también sedicente) Justicia, está dando curso en lugar de haber mandado a esparragar a los denunciantes.
Se le acusa de profanación y ofensa a los sentimientos religiosos. Todo un auto de fe en pleno tercer milenio y en un estado, este del que nos toca ser súbditos sin derecho a réplica, que se cacarea anticonfesional. Y desde la bancada del público que asiste regocijado al anatema al hereje, los jerarcas de la Conferencia Episcopal española pidiendo la hoguera, siquiera metafórica. Proclama Gil Tamayo, el portavoz de los purpurados, que “meterse con los sentimientos religiosos no puede salir gratis”. Manda huevos con los que se supone que predican el perdón. Muy atinadamente, el reo de la causa ha dicho que el interrogatorio ante el juez forma parte de la pieza artística por la que se le juzga. Mi respeto y mi apoyo.