Un basura de debate

Aunque le llames “planta de valorización energética de residuos sólidos urbanos”, una incineradora sigue siendo una incineradora. Un vertedero tampoco deja de ser un vertedero por rebautizarlo “depósito controlado de balas de residuos estabilizados para la restauración y recuperación de espacios degradados”. Utilizado como envoltorio o disfraz, el lenguaje puede ser más dañino que el porexpan, que no hay hijo de madre que lo recicle ni gusanitos mágicos que lo biodegraden. No estaría mal, en consecuencia, que ya que la cosa va de lo que va, tirios y troyanos renunciasen al uso de armamento verbal contaminante en su refriega de los detritus.

Sí, refriega, bronca, cristo, trifulca, reyerta. Cualquier cosa menos debate, porque nos hemos caído de los suficientes robles en este país para tener la convicción de que esto no va de poner argumentos sobre la mesa, reflexionar, analizar, ponderar y, sin perder de vista la realidad, decidir. Desde el primer asalto el asunto se ha planteado a nuestro viejo estilo: si no estás conmigo, estás contra mi. Por supuesto, cualquier adhesión inferior al cien por ciento es considerada una traición. O eliges bando o eres más enemigo que el enemigo.

De acuerdo, lo asumo. Soy un equidistante lixiviado, la peor de entre todas las escorias, la que no llega ni a fracción-resto. Unos querrán valorizarme por achicharramiento y los otros, tras recogerme en el puerta a puerta de los jueves, me llevarán a inertizar entre pañales usados, colillas y escombros. Aun desde esos terribles destinos metafóricos seguiré gritando que ninguna de las dos propuestas es buena del todo ni absolutamente mala, que es cuestión de hablarlo a siglas y terquedades quitadas y de diferenciar lo ideal de lo factible, lo deseable de lo impepinable, lo que se puede hoy de lo que se podrá mañana. Vano intento, ya lo sé. Este debate de la basura es, en realidad, una basura de debate.

Un debate necesario

Con esa capacidad ampliamente demostrada para llevar a su socio del ronzal, el PP ha conseguido que el PSE se olvide de lo que defendió hasta anteayer y acepte darle un tiento a la renta de garantía de ingresos de la CAV. Incluso los medios más afines —o menos picajosos— con la mayoría gubernamental han resumido la reforma como un endurecimiento de los requisitos para acceder a las ayudas y, aunque sea elípticamente, como un nuevo recorte de derechos sociales. Sería, pues, muy fácil —y más desde estas páginas— sacar la garrota dialéctica y poner a escuadra a los moradores de Lakua por el enésimo mordisco al trozo del estado de bienestar que conservamos por aquí arriba.

No lo haré, sin embargo. El reparto de estopa tendría como único resultado embarrar un debate que, en mi opinión, debería estar limpio de deudas pendientes y tirrias ideológicas o partidistas. También de ideas preconcebidas o mantras que jamás se han sometido a una mínima reflexión crítica. Puestos a pedir lo imposible, el intercambio de opiniones debería estar presidido por una ausencia total de miedo al qué dirán y por la disposición al acuerdo más allá de las siglas.

Esa improbable puesta en común comenzaría planteándose si el actual sistema de protección cumple con las nobles intenciones que guiaron su nacimiento. La respuesta amable es que sí. Se ha echado una mano importante a miles de personas que lo necesitaban de verdad. Podemos y debemos sentirnos satisfechos por ello. Eso está en el haber, pero hay también un debe.

Para empezar, un colectivo no pequeño se ha quedado fuera simplemente porque se le hace un mundo rellenar un impreso y no tiene quién le ayude. De entre los que sí saben moverse en el charco burocrático, hay una parte que ha aprendido a apañárselas en la llamada exclusión y no aspira a salir de ahí. Una herramienta creada para luchar contra la injusticia social la ha profundizado. Reflexionemos.