426 euros

La España de Los santos inocentes no pasa de moda. Qué magnánimos son los señoritos del cortijo, que en vez de gastárselo en aeropuertos sin aviones o juguetes de matar, dan una limosna a esos menesterosos que para no ofender la sensibilidad de los castos y pacatos llaman “parados de larga duración”. 426 euros al mes hasta junio, a ver si pican, y en mayo florido estos desgraciados echan en la urna la papeleta correcta. Populistas, ya saben, son los otros. Los dueños del trigo no tienen que predicar; les basta soltar unos granos en el suelo y convocar a las gallinas: pitas, pitas, pitas…

¡Ayuda! Nos colocan como ayuda un miserable aguinaldo durante medio año que, para colmo, ni siquiera llegará a la inmensa mayoría de sus teóricos destinatarios. De entrada, despídanse los parados de las demarcaciones autonómica y foral de Euskal Herria, porque el óbolo es incompatible con los respectivos sistemas de protección básica. Eso viene en la letra pequeña, junto a dos docenas de excepciones que limitan hasta el mínimo el número de posibles beneficiarios.

Lo tremendo, aunque no sorprendente a estas alturas de la claudicación sindical impúdica —¿o se trata de venta sin matices?— es ver en la foto del acuerdo las jetas de los barandas de UGT y Comisiones Obreras, más sonrientes incluso que Rajoy, Báñez y la dupla patronal, compuesta por Rossel y su antagonista Garamendi. Si esos son los agentes sociales, mejor no saber cómo serán los antisociales. En los días en que estamos, la imagen ilustraría perfectamente un christmas: Méndez y Fernández Toxo, qué pena y qué rabia tan grandes, posando en su pesebre.

Un debate necesario

Con esa capacidad ampliamente demostrada para llevar a su socio del ronzal, el PP ha conseguido que el PSE se olvide de lo que defendió hasta anteayer y acepte darle un tiento a la renta de garantía de ingresos de la CAV. Incluso los medios más afines —o menos picajosos— con la mayoría gubernamental han resumido la reforma como un endurecimiento de los requisitos para acceder a las ayudas y, aunque sea elípticamente, como un nuevo recorte de derechos sociales. Sería, pues, muy fácil —y más desde estas páginas— sacar la garrota dialéctica y poner a escuadra a los moradores de Lakua por el enésimo mordisco al trozo del estado de bienestar que conservamos por aquí arriba.

No lo haré, sin embargo. El reparto de estopa tendría como único resultado embarrar un debate que, en mi opinión, debería estar limpio de deudas pendientes y tirrias ideológicas o partidistas. También de ideas preconcebidas o mantras que jamás se han sometido a una mínima reflexión crítica. Puestos a pedir lo imposible, el intercambio de opiniones debería estar presidido por una ausencia total de miedo al qué dirán y por la disposición al acuerdo más allá de las siglas.

Esa improbable puesta en común comenzaría planteándose si el actual sistema de protección cumple con las nobles intenciones que guiaron su nacimiento. La respuesta amable es que sí. Se ha echado una mano importante a miles de personas que lo necesitaban de verdad. Podemos y debemos sentirnos satisfechos por ello. Eso está en el haber, pero hay también un debe.

Para empezar, un colectivo no pequeño se ha quedado fuera simplemente porque se le hace un mundo rellenar un impreso y no tiene quién le ayude. De entre los que sí saben moverse en el charco burocrático, hay una parte que ha aprendido a apañárselas en la llamada exclusión y no aspira a salir de ahí. Una herramienta creada para luchar contra la injusticia social la ha profundizado. Reflexionemos.