Está desconocida la política vasca. Quién la ha visto y quién la ve. Hemos pasado del exabrupto en bucle a la música de violines como banda sonora. Del morro convertido en plato nacional a las natillas a discreción. Es cruzarse con cualquier representante del partido que sea, y antes del saludo ya te ha largado la divisa: “¡Yo estoy por el acuerdo!”. Ante la mirada sorprendida y/o resignada del interlocutor, aún añadirá “entre diferentes”, latiguillo que se ha hecho imprescindible para profesar la cosa pública en todas las escalas, desde presidente de comunidad de vecinos hacia arriba.
¿Que qué tiene de malo? Absolutamente nada. Al contrario, cuando se viene de donde venimos, es maravilloso asistir a esta especie de campeonato de la flexibilidad y los buenos modos. Si no tuviéramos tantas escamas, hasta nos enternecería él ímprobo esfuerzo por colocar en cada oración una palabra del mismo o parecido campo semántico: diálogo, entendimiento, consenso, pacto. Quizá lo único que quepa pedir es que se pase cuanto antes del dicho al hecho. Por hermosos que sean los fuegos artificiales dialécticos, no hay prédica que supere a la del ejemplo práctico.
Ya saben, obras son amores o, como dice una de mis frases favoritas del Manual del Pesimista, Dios es amor, pero que te lo pongan por escrito. Lo anoto, aparte de por mi natural desconfiado, porque uno conoce el paño, y hay más de dos motivos para sospechar que la suavidad de los discursos podría obedecer a la pura estrategia. Miren, sin embargo, lo sencillo que sería desmentir esta conjetura. Basta con que acuerden. Y si es entre más de dos, mucho mejor.