Desde hace mucho tiempo estoy convencido de que la única finalidad de la monarquía española es tener entretenido al populacho. Todo eso de institución moderadora, símbolo de la unidad y permanencia de la nación y demás trafulla dialéctica que pone en el Título II de la Constitución son chorradas que no se creen ni los más partidarios del invento. A la hora de la verdad, la familia borbonesca viene a ser una compañía teatral de élite —magníficamente subvencionada— que cada cierto tiempo monta un entremés, un astracán, una tragicomedia de enredo o lo que se tercie para solaz del respetable, que ya sea pro o anti, sigue las andanzas con extraordinaria atención. Ya quisieran los culebrones o las telemovies de moda tener asegurada la media de share de las producciones de Zarzuela S.L.
Aunque se esté entre los que silban el Himno de Riego en la ducha, habrá que reconocer que en este campo el clan de los juancarlines resulta insuperable. Después de 37 años (más los que estuvieron como meritorios con el bajito de Ferrol) sobre el escenario, no sólo no han perdido punch, sino que en los últimos tiempos están demostrando su capacidad para mantener simultáneamente en cartel varias piezas de todos los géneros y siempre con la máxima intensidad dramática. Lo mismo le dan al thriller de estafas de altos fondos que te hacen una función de desgracias familiares con protagonista infantil. Y, cuando parecía que la cosa no daba más de sí, nos regalan un vodevil de trompas africanas que termina con una cadera ortopédica, el descubrimiento de la amante número ene y la constatación de que para el actor principal “arrimar el hombro y sacrificarse” significa hacerse un bisnes erótico-etílico-cinegético de cuarenta mil euros para arriba. No hay guionista que lo mejore.
Como no sabemos cuánto queda para la tercera (o, en nuestro caso, la primera), hagamos acopio de cinismo y sigamos disfrutando del show.