Otro récord, ¿y…?

Es humano. Vas perdiendo por trece a cero y en un arranque de coraje, sacas fuerzas de donde no sabías que te quedaban, te plantas en el borde del área contraria y tu rabia concentrada impulsa un zapatazo que se cuela por toda la escuadra rival. Es un gol de pañuelos, de grada puesta en pie aplaudiendo con los pelos como escarpias, de póster desplegable. Te mereces, por supuesto que sí, celebrarlo comiéndote la hierba, saltando, aullando y, qué narices, hasta con un buen corte de mangas dedicado al árbitro comprado, a esa prensa que te hace la vida imposible o a los autores de un reglamento redactado expresamente contra ti. En esas condiciones, es una tremenda hazaña conseguir franquear los tres palos. Pero no dejes que el subidón de adrenalina te engañe: mira al marcador, resta, y comprobarás que aún te faltan doce chicharros para empatar. Uno más para la remontada.

Siento presentarme otra vez en el nada agradable papel de pinchaglobos. Cuánto más fácil para mi sería encaramarme hasta la cresta de la ola de entusiasmo provocada por la apabullante manifestación del martes en Barcelona y proclamar, como están haciendo algunos con esa urgencia que engendra futuras decepciones, que ya está todo el pescado vendido. Sólo por haberlo gritado como nunca se ha hecho, el lema que llevaban las pancartas se convertirá en realidad: Catalunya, nuevo estado de Europa. Ojalá fuera tan sencillo, pero mucho me temo que queda un buen trecho para vislumbrar siquiera el punto de destino.

Algo debería enseñarnos lo vivido. Guardo memoria de media docena de movilizaciones de las que se hicieron —a favor y en contra— glosas muy parecidas. Todas batieron el récord de la anterior. Todas marcaron un hito. Todas aparentaron ser la gota que colmaba el vaso. Todas, ay, se fueron al álbum de fotos de momentos épicos. ¿Qué motivo hay para creer que esta vez será diferente? Aunque me esfuerce, no lo veo.

¿Cuándo nos vamos?

No soy ni seré jamás antiespañol. Lo que ocurrió realmente en 1512 me interesa sólo porque el saber no ocupa lugar pero no me vale, medio milenio y cien mil mestizajes después, como sustento para una reivindicación actual. Qué voy a decir, aparte de que me pongo rojo como un fresón por la vergüenza ajena, de la conversión de Sancho III, un déspota medieval como el que más, en Antxo Handia, magnánimo rey de una Vasconia presuntamente feliz que no pasaría una ligera prueba del algodón. Y si nos ponemos en anteayer, más allá de la indudable figura histórica que es y de las facilonas lecturas sobre su obra, tampoco me veo reflejado en el espejo de Sabino Arana.

Resumiendo: no encajo ni por casualidad en el canon, el estereotipo o, si lo prefieren, la caricatura al uso de los que piensan que los que vivimos en este trocito de tierra entre el Ebro y el Adour tenemos derecho a decidir lo que queremos ser de mayores. Pues, léanme los labios, soy uno de los que defienden con firmeza y convicción esa idea. Ya les digo que no es porque crea que tengamos un destino manifiesto señalado en nuestro glorioso pasado ni porque eche las muelas al ver una rojigualda. De hecho, y en esto también voy por libre, lo mío pretende ser más un análisis que un sentimiento. Simplemente creo que, sin dramatismos ni aspavientos, ha llegado el momento de que iniciemos un camino distinto al de España. No un “Ahí te pudras, hasta nunca”, sino más bien un “Espero poder ayudarte y que me ayudes”.

Dejo para otra columna o para una tesis la explicación de cómo barrunto que se podría hacer eso. En realidad, y aquí viene el jarro de agua fría, me temo que no hay prisa. Las fuerzas políticas que sostienen matiz arriba o abajo lo que acabo de expresar no parecen por la labor de pasar del dicho al hecho. Se entretienen tildándose de derechosas y españolazas o estalinistas, pero no terminan de hacer las maletas. Basagoiti se ríe.

Complejos y respeto

Uno tiene, señor Pastor, los complejos justos. No le habría dicho que no a diez o quince centímetros más —de estatura, se entiende—, ni a un careto un poco menos difícil que el que me tocó en el reparto, o a unos abdominales bien torneados en lugar de esta barriga cervecera en imparable expansión. Pero qué se le va a hacer, sobrellevo esas pequeñas frustraciones con la misma fórmula que usted emplea con sus tremebundas incoherencias ideológicas: pasándolas por alto. Cierto es que lo del cinismo es un arte y me quedan como dos o tres vidas para alcanzar su maestría en defender una cosa y exactamente la contraria con idéntica vehemencia y sin que le quite un segundo de sueño. Es la faena de tener conciencia. No me voy a extender en explicaciones, porque ahí sería usted quien necesitaría varias reencarnaciones para comprenderlo.

Me centro, por tanto, en lo de los complejos. Concretamente, en los identitarios, que eran los que asomaban en su tan célebre como innecesario tuit. Según su brillante teoría, todos aquellos que no desearon la victoria de España en la final de la Eurocopa eran una panda de pobres desgraciados merecedores de su condescendiente lástima. ¿No habíamos quedado en que nuestra patria era la Humanidad? ¿No se daba por supuesto que cualquier nacionalismo era un reduccionismo aldeano y ombliguista? Ya, claro, con una excepción, con “su” excepción.

Pues fíjese que yo no se la afeo ni se la censuro. Al contrario, defiendo y aplaudo su derecho a ser, sentirse y proclamarse español a voz en grito. Frente a la fuente de Cibeles o a la de la Plaza Elíptica de Bilbao. Si eso es lo que lleva dentro, no lo reprima. Muéstreselo al mundo con entusiasmo y orgullo. Pero guárdese su pena y su altanera indulgencia hacia los que no comparten su hondo vibrar en rojo y gualda. Soy consciente de que esto también le resulta completamente ajeno, pero existe algo, se lo juro, llamado respeto.

¿Quién perdería más?

El peor problema de los estados —Portugal, Italia, Grecia, España— a los que los chulitos de la clase nombran con el despectivo acrónimo PIGS, o sea, cerdos, es que tienen un pufo de escándalo, seguramente imposible de pagar a estas alturas. Pero si nos ponemos a malas, que es lo que empieza a tocar, esa es también su mayor ventaja. ¿A quién se debe ese pastizal inconmensurable, inabarcable, casi literalmente incuantificable de tantos ceros a la derecha como lleva? Ahí le hemos dado. Según la versión al uso, a los bancos alemanes y a media docena de jarcas de tiburones internacionales, denominados eufemísticamente inversores. Pues esos son los que deberían estar nerviosos y reflexionando seriamente lo que les conviene. Alguien debería explicarles que ese capitalismo salvaje sobre el que tanto les excita cabalgar es como los leones de Ángel Cristo: un latigazo mal dado y se le meriendan una pierna al domador. En otras palabras, unas veces se gana y otras se pierde. Las quejas, al maestro armero o a la tumba de Milton Friedman, que fue el que convirtió el hijoputismo en teoría económica.

Que sí, que estaría de cine que los países y los paisanos se condujeran con diligencia, rectitud y probidad para cumplir sus compromisos y sus deudas. Eso valdría si esta jungla no fuera desde su mismo nacimiento una timba de tahúres —del Misisipi o del Elba— cuya única regla es que no hay reglas. Le pueden echar todo el cuajo que quieran, que no va a colar que son benéficas oenegés. Si pusieron carretadas de billetes en lugares que olían a pozo negro, fue porque las soñaban de vuelta multiplicadas por ene. No esperaban que los cortos mentales a los que iban a desplumar sin despeinarse eran más vivos que ellos y acabarían pegándoles el mayor timo de la estampita de todos los tiempos. ¿Qué van a hacer ahora? ¿Romper la baraja, es decir, el euro? Que lo hagan. Está por ver quién perdería más.

España soberana

Veo la apuesta de Iñigo Urkullu y la subo. Decía ayer el presidente del EBB que parece que el Gobierno español no tiene soberanía. Sobra el primer verbo. No es que parezca, es que no la tiene. En la piel de toro —incluyo Portugal y los territorios insulares anejos— lo único soberano que debe de quedar a estas alturas es el brandy rascapechos que se publicitaba apelando a la testosterona. Todo lo demás son cervices inclinadas y ronzales de los que tira una correa que llega a Bruselas, que no es la capital de Bélgica que nos enseñaban en la escuela, sino el nombre dulcificado de Berlín. Es al pie de la puerta de Brandenburgo, símbolo de libertad u opresión según la cambiante historia de esa entelequia llamada Europa, donde se hace restallar el látigo. Y todos los demás, a joderse y a bailar al ritmo de los fustazos, que más cornadas dan los mercados.

Es cómico y trágico al cincuenta por ciento que los que se envuelven en la rojigualda y se proclaman quintaesencia del patriotismo hayan capitulado ante el invasor sin oponer la menor resistencia. Claro que tampoco es tan raro. En la Francia ocupada, los colaboracionistas presumían de ser los primeros adalides de la grandeur. Los nazis, que como la mayor parte de los criminales, no tenían un pelo de tontos, les dejaron seguir creyéndose los hijos de Napoleón y les regalaron alcaldías, prefecturas y hasta el mismo gobierno para que hicieran por ellos el trabajo sucio.

Salvando alguna que otra distancia, hoy al sur de los Pirineos estamos en las mismas. Nominalmente, hay un Gobierno en Moncloa. A su frente están un registrador de la propiedad de Pontevedra, una joven ambiciosa que todavía no ha empatado un partido, un charlatán que vendía peines y subprimes y un contable gris que parece sacado de una película de José María Forqué. Su función es firmar, vestir el muñeco y callar. Háblenles a estos de soberanía, a ver qué cara se les queda.

¿Confianza en España?

Si yo formara parte de esa macromafia que llamamos “Los Mercados” tampoco tendría la menor confianza en España. Hay dos o tres millones de motivos. Para empezar, no hay forma de concederle un átomo de credibilidad a una economía que no se apea ni a tiros del combinado de sol, ladrillo y pelotazo que se sacaron de debajo del cilicio los ministros opusianos de Franco hace medio siglo. Mira que con la pasta que ha dado la castiza fórmula en determinadas épocas ha habido oportunidades para probar otros caminos tal vez más laboriosos pero, por eso mismo, más sólidos. Pues no: balanza de pagos de mármol atornillada a las promociones inmobiliarias de suelo recalificado y, cómo no, el turismo, que ya decía Paco Martínez Soria que era un gran invento. Casi lloro cuando escuché al gran estadista Rajoy en su discurso de investidura anunciar un plan de difusión de la “sabrosa y variada” gastronomía española como arma definitiva para volver a llenar las arcas.

Esa es la famosa Marca España que con tanto orgullo y ardor han defendido hasta quienes sabían —¿Verdad, López y asesores de López?— que mundo adelante es considerada una especie de peste incurable… sencillamente porque lo es. Y lo es no sólo por el modelo que acabo de describir, sino por quiénes y cómo lo hacen funcionar: una casta endogámica de políticos y altos directivos de grandes corporaciones que cometen en comandita las trapacerías para, como es lógico, tapárselas igualmente en comandita.

Lo de Bankia es el mejor ejemplo. Su desastre es el combinado perfecto de ineptitud en la gestión —ni adrede se puede perder tanto dinero en tan poco tiempo—, manipulación de datos con la peor fe y ocultamiento continuado y mendaz de una situación que al estallar podía arrastrarlo todo, como de hecho ya lo está haciendo. Pero ya sabemos que nadie va a pagar por ello. Vuelvo al principio: ¿Quién quiere invertir un euro en una cloaca así?

YPF, ni con ni contra

Aunque seguramente me afectará por alguna derivada diabólica de la globalización, por el cabrito del Efecto Mariposa o por puro azar, no tengo nada demasiado florido que opinar sobre la expropiación (¿o es renacionalización?) de YPF. Sigo el caso, entre otras cosas, porque me toca informar sobre un asunto que objetivamente es noticia de relieve y alpiste mínimamente digno para soltar a mis queridos contertulios de Gabon en Onda Vasca. Vamos, que domino los cuatro rudimentos para no desbarrar en exceso, pero ando lejos de estar en condiciones de largarme una conferencia magistral que contenga la verdad revelada e irrefutable.

Por lo que veo, una vez más soy la vergüenza de mi profesión —y en general, de los pobladores de las redes sociales— porque todo el mundo parece manejar hasta las claves más recónditas de la cuestión. Confieso, incluso, que para no pasar por el patán que evidentemente soy, he acariciado la posibilidad de sumarme con fingido entusiasmo a cualquiera de los dos bandos principales de expertos sobre la materia que he detectado. Lo más normal habría sido alinearme con los teóricamente míos, pero qué quieren que les diga, no me sale de dentro hacerle la ola roja a una presidenta que no tiene más ideología que seguir apoltronada. ¿La nueva Evita? ¡Venga ya! Pero si no da ni para un cuarto de musical de Broadway… ni de Torrelodones.

Y tampoco hay sitio para mi en la otra facción de eruditos, la de los que están a un cuarto de hora de mandar a los tercios para defender el honor herido y la presunta pasta gansa de la madrastra patria. Reconozco, eso sí, que estos me resultan altamente divertidos. Esa congoja neocolonialista, ese ardor legionario tan cegador que hace indistiguible la nación y la empresa o ese ultraliberalismo montaraz que clama ahora por medidas proteccionistas de autarquía bananera son un grandioso esperpento. Definitivamente, me quedo al margen.