Nos quedamos, ¿no?

Que si galgos, que si podencos. Unilateralidad, bilateralidad. Cara o cruz. Piedra, papel, tijera. Pues tú más. ¡Ja, mira quién habla! ¿A que…? ¿A que qué? Y como tanto les gusta citar a los columneros cavernarios —vayan acostumbrándose, por si acaso—, en la grande polvareda, perdimos a don Beltrán. El sentimiento independentista en mínimos históricos. Según el último Sociómetro, y tras un escalofriante bajón de 11 puntos en dos años, no llega ni al 20 por ciento de los censados en los tres territorios de la demarcación autonómica. Calculen a ojímetro los del trozo foral y, si les alcanza el ánimo, los de Iparralde, y tendrán una composición de lugar de lo verde que está el asunto. Si esos que llamamos unionistas no fueran tan obtusos, convocarían mañana mismo la consulta para ganarla por goleada. Aún habremos de dar gracias a su cerrilidad, que es lo único que mantiene viva la llama en los más recalcitrantes.

¿La culpa? Elijan entre Gabinte Caligari o Def Con Dos. El chachachá o Yoko Ono. Siempre está el de enfrente para cargarle el muerto. Pues nada, sigamos en Bizancio, erre que erre, con broncos debates apoyados, según toque el día, en la historia, el derecho internacional comparado o lo que le salga a cada sigla de la sobaquera. Si va de esgrima dialéctica o de quedar bien ante la parroquia, perfecto. Por lo demás, tanto dará que la fórmula para cortar amarras sea por las bravas o hablándolo civilizadamente con el dueño de la llave, cuando a la hora de la verdad, los números simplemente no alcanzan ni para echar a andar. Mucho menos, claro, si los que están dispuestos se dan la espalda.

Decidir, según Cercas

Sostiene el gran escritor —eso no lo negaré— Javier Cercas que el derecho a decidir es una argucia conceptual, un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a una mayoría. Con tales palabras exactamente. En realidad, esa variante del “no corras, que es peor” o directamente de la ley del embudo es el veredicto final e inapelable de [Enlace roto.] construido a base de verdades esféricas al gusto exacto de los que ven, llenos de zozobra y tembleque en las rodillas, que se les rompe España. Superado el primer sofoco ante el cúmulo de sofismas (mira quién habla de argucias conceptuales), ha sido revelador y hasta divertido ver cómo el texto era ensalzado y exhibido a modo de detente bala por la misma carcundia casposa que hasta la fecha despreciaba a Cercas por su presunta condición de autor de izquierdas, aunque fuera ma non troppo. Frente a las grandes cuestiones, ya se sabe, la línea divisoria se diluye. Antes roja que rota.

Resulta tentador ir desmontando clavo a clavo la tramoya argumental del zigzagueante escrito. Para alguien de natural irónico como el que suscribe, sería un festín hincarle el diente a la chusca comparación entre pararse en un semáforo y poner urnas para contar quién quiere irse y quién quiere quedarse. Y qué voy a decir de la rocambolesca, casi lisérgica, afirmación de que someter un asunto a votación es, ¡toma ya!, concederle el triunfo a la minoría. Sin embargo, no procede entrar al trapo. Esos teoremas de pata de banco obran, en efecto, como jugosos cebos para ocultar el mensaje principal, que no está en las partes del artículo sino en su totalidad y en el hecho mismo de que alguien se encargue de redactarlo y publicarlo. En lugar de entrar al debate de las ventajas o los inconvenientes de optar por esto o por lo otro, se hace saber a la concurrencia que, se pongan como se pongan, no hay más tutía que tragar lo que un ente superior ha decidido por ellos.

¿Cuándo nos vamos?

No soy ni seré jamás antiespañol. Lo que ocurrió realmente en 1512 me interesa sólo porque el saber no ocupa lugar pero no me vale, medio milenio y cien mil mestizajes después, como sustento para una reivindicación actual. Qué voy a decir, aparte de que me pongo rojo como un fresón por la vergüenza ajena, de la conversión de Sancho III, un déspota medieval como el que más, en Antxo Handia, magnánimo rey de una Vasconia presuntamente feliz que no pasaría una ligera prueba del algodón. Y si nos ponemos en anteayer, más allá de la indudable figura histórica que es y de las facilonas lecturas sobre su obra, tampoco me veo reflejado en el espejo de Sabino Arana.

Resumiendo: no encajo ni por casualidad en el canon, el estereotipo o, si lo prefieren, la caricatura al uso de los que piensan que los que vivimos en este trocito de tierra entre el Ebro y el Adour tenemos derecho a decidir lo que queremos ser de mayores. Pues, léanme los labios, soy uno de los que defienden con firmeza y convicción esa idea. Ya les digo que no es porque crea que tengamos un destino manifiesto señalado en nuestro glorioso pasado ni porque eche las muelas al ver una rojigualda. De hecho, y en esto también voy por libre, lo mío pretende ser más un análisis que un sentimiento. Simplemente creo que, sin dramatismos ni aspavientos, ha llegado el momento de que iniciemos un camino distinto al de España. No un “Ahí te pudras, hasta nunca”, sino más bien un “Espero poder ayudarte y que me ayudes”.

Dejo para otra columna o para una tesis la explicación de cómo barrunto que se podría hacer eso. En realidad, y aquí viene el jarro de agua fría, me temo que no hay prisa. Las fuerzas políticas que sostienen matiz arriba o abajo lo que acabo de expresar no parecen por la labor de pasar del dicho al hecho. Se entretienen tildándose de derechosas y españolazas o estalinistas, pero no terminan de hacer las maletas. Basagoiti se ríe.