25 de octubre, los censados en la demarcación autonómica de Vasconia (los cada vez menos que conservan el curro, se entiende) tenemos permiso para prolongar nuestra estancia en la cama. A festivo regalado no se le mira el diente. No lo hacemos con las jornadas para la holganza patrocinadas por esta virgen o aquel santo, así que tampoco habremos de ponernos excesivamente tiquismiquis cuando el marianito y los calamares —o el puente, si es menester— nos llegan de la mano del poder secular. Otra cosa es que nos pidan que nuestros corazones amanezcan henchidos de sentimiento de adhesión a la presunta motivación que ha bañado de rojo la fecha en el calendario laboral. Por ahí este humilde tecleador no pasa.
Vamos siendo ya lo suficientemente mayorcitos para comprender qué llevó y a quiénes a instaurar estas 24 horas como “Día de Euskadi”. Fue, dicho pronto y regular, exactamente lo mismo que provocó el cambio en el mapa del tiempo de ETB o el paso de la vuelta ciclista a España: la demostración de quién manda aquí desde el 1de marzo de 2009. Esa mayoría aritmética que, a la vista de los últimos acontecimientos, huele ya a cola de pelotón impuso esta festividad como otro trágala más de su evangelización. ¿Les joroba? Pues adelante con los faroles. La normalización era esto.
Para morirse de la risa o de la pena, que eligieran como excusa la conmemoración de un Estatuto de autonomía que o boicotearon en su nacimiento o torpedearon en su siempre incompleto desarrollo… o las dos cosas a la vez. Si les sirve como fetiche es sólo porque está vacío y agotado. Hasta los que se apuntaron al café para todos, con el tiempo fueron teniendo para mojar pastitas y bizcochos competenciales que por aquí arriba no hemos catado.
Lo divertido es que, si todo sigue el curso que parece haber tomado, esta celebración será efímera. Nos quedan la de este año y la del que viene. Luego, a buscar otra fecha.