Exactamente igual que El Corte Inglés o Eroski incluyen en el presupuesto una estimación de los productos que les van a afanar, cada vez que dedico una columna a López & Cía doy por descontados los tres o cuatro recaditos desabridos que inevitablemente me llegarán por diferentes vías. Aunque algunos van trufados de insultos gruesos y referencias a mi parentela, no me quitan el sueño. Los aparto de mi mente del mismo modo que se retira un pelo de la sopa, con una mueca de asco que se pasa dos cucharadas más tarde. Sin embargo, entre los recibidos en las últimas semanas —mayormente en Twitter— hay una palabra cuya repetición me ha llevado a pensar: fijación. “Tienes fijación con López”, me dicen los remitentes, amparados en el semianonimato que permite el invento social de moda.
¿La tengo? Rotundamente no. Son muchos los defectos que me adornan, pero ese no está en el catálogo. De hecho, pocas cosas me provocan una pereza mayor que tener que cascarme mil novecientos caracteres sobre el penúltimo desafuero del ínclito o su séquito. Hay que ser Rachmaninov para hacer 24 variaciones sobre el mismo tema sin dormir a la parroquia, y servidor está a milenios luz de esa brillantez. No imaginan la cantidad de asuntos estimulantes (en su mayoría perecederos y por tanto, irrecuperables) que dejo sin hincar el diente por tener que ponerme el buzo para entrar de nuevo en el jardín de Nueva Lakua.
Si tanto me cuesta, no debería hacerlo, ¿no? Parece lo más lógico y es una gran tentación, pero eso supondría reconocer la victoria de los que son insistentes liándolas pardas porque esperan que los demás nos cansemos de ponerlas en solfa. Buena parte de las impunidades se sustentan en la reiteración en los desmanes y el abandono por agotamiento de los que los señalaban. Callarse, aunque sea porque te has quedado sin fuerzas y sin adjetivos, se convierte en otra forma de complicidad. Por ahí no paso.