Las verdades duran lo que duran. Incluso, a pesar de la brasa que nos dan, las científicas. O especialmente esas, y con particular querencia, las que tienen relación con las cosas de comer y beber. No vean, además, la prisa que gastan los sabios de la materia en mudar de alfa a omega, de arre a so, de cero a infinito y/o viceversa. Que antes, por lo menos, desde que se creaba un mito hasta que se desmentía transcurrían unas cuantas generaciones. El durante siglos despreciado pescado azul pasó un día a la categoría de mano de santo, y aguanta en el Olimpo de la nutrición más de dos décadas después de la muerte de Grande Covián. Hoy, sin embargo, las pontificaciones tardan dos pestañeos en contradecirse.
Ahí tienen la perversidad sin límite ni freno del aceite de palma. Hace nada, armados de profundísimos e irrefutables estudios, andaban proponiendo estampar en los envases de las margarinas imágenes como las de las cajetillas de tabaco. Se acusaba a la grasa del diablo de genocidios silenciosos sin cuento. ¡Con qué acojono nos hemos estado dejando los ojos frente a los lineales del híper en el a veces vano intento de discernir si tales galletas o cual mayonesa incorporaban el veneno!
Pues para bien poco, porque acaban de desembarcar eruditos que, apoyándose en trabajos tan documentados como los otros, concluyen que tampoco es para tanto. Después de abroncar al ignorante común de los mortales por dejarse amedrentar, anotan con displicencia que bueno del todo no es, que al final de algo hay que morir, y que hay cosas peores. Como el glutamato o los refrescos light, vigentes malvados hasta nueva orden.