Filtraciones

Ocho de cada diez mercancías que nos cuelan bajo la etiqueta “periodismo de investigación” son más falsas que los Rolex de quince euros que se pueden apañar en el mercadillo de mi barrio. Mola mucho tirarse el moco con lo de “en informaciones a las que ha tenido acceso este medio” o ir de Sherlock Holmes, pero quien conoce un poco el percal sabe que tras buena parte de las super-mega-maxi exclusivas no hay más que un sobre con unas fotocopias —ahora también se llevan los pendrives— o una llamadita telefónica en confianza. A buenas horas iba a llegar donde llegó el Watergate si no es porque había una garganta profunda con ganas de largar.

Por tanto, menos ponerse estupendos y exquisitos. Filtraciones, las hay, las ha habido y las habrá. Y sí, casi todas son interesadas, que para eso somos humanos llenos de carencias y bajezas. Por el vil metal, en devolución o a la espera de un favor, para hacerle la cusqui a un prójimo o por puro vicio, que hay mucho cotilla. Unas pocas, justo es reconocerlo, pueden incluso atender a un fin no necesariamente innoble, como desvelarle al mundo desde el obligado anonimato que alguien ordenó torturas sistemáticas. O que uno de los que va de campeón mundial de la integridad y la lucha contra el fraude fiscal trató de despistar cien mil euros a Hacienda y se compró un casuplón billete sobre billete, ¿les suena?

Es gracioso que en este último caso, en lugar de preguntarse de dónde saca para tanto como destaca el aludido, las plumas amigas no sólo carguen contra el desconocido mensajero, sino que, además, le pongan nombre, apellido y el logotipo de una hoja de roble. Abundando en lo que escribí el viernes, se ve que hay presuntos y presuntos. Mañana o pasado, cuando les llegue por el conducto habitual el sobre correspondiente —probablemente, un contraataque—, no se andarán con tantos remilgos y mohines. Lo publicarán jurando que es un pedazo de scoop.