Busco palabras para nombrar lo que le está ocurriendo a Baltasar Garzón y me temo que no hay una mejor que la que se acuñó a partir de su propio proceder: garzonada. El término no ha llegado aún a los diccionarios oficiales, pero cuando lo haga, en la definición se aludirá a una forma de violentar la legislación de modo que, bajo la apariencia de hacer justicia, se sirva a unos intereses concretos o, peor todavía, a unas obsesiones fácilmente identificables.
Como el método me parece fatal, se lo apliquen a Agamenón, a su porquero o a su prima segunda, me pongo en la fila de quienes están denunciando el linchamiento de su señoría campeadora. No hace falta que nadie me preste las entendederas para darme cuenta de que se las están cobrando todas juntas al tiempo que el espectáculo sirve de escarmiento en carne ajena sobre lo que puede ocurrir cuando se meten las narices en según qué fosas. Adonde no llego, por más que lo intente, es al entusiasmo reivindicativo ni a la glosa épica de sus virtudes. Soy capaz de verlo como víctima, pero jamás de los jamases como héroe.
Teniendo en cuenta los motivos últimos por los que le han emplumado, es casi paradójico que mi escaso ardor en su defensa esté íntimamente relacionado con la memoria histórica. No con la que se remonta a anteayer, sino a hace, como quien dice, dos cuartos de hora. Pongamos los 90 y los primeros negrísmos años del presente siglo. Los que entonces lo sacaban bajo palio, le componían cantares de gesta y lo bañaban en premios al pundonor y la integridad son exactamente los mismos que ahora le están arrancando la piel a tiras. Su teoría del entorno infinito de ETA y, sobre todo, su puesta en práctica en instrucciones donde los fundamentos del derecho ni estaban ni se les esperaba lo convirtieron en una celebridad cavernaria. Borracho de sí mismo, él se dejó querer sin sospechar que los afectos eran tornadizos y condicionales.