Una bienintencionada apostilla a mi columna de ayer: “Ojo, que los palestinos tampoco son ningunos angelitos”. Aparte del pésimo vicio de la generalización y el prejuicio que supura tal afirmación, la frase es una radiografía en 3D de tantas y tantas conciencias a las que cualquier placebo, por tosco que sea, les sirve de traquilizante. Adminístrese con el desayuno, la comida y la cena, y sea inmune a la brutal injusticia de contemplar la masacre de sus semejantes —buah, total, están a 4.000 kilómetros— como si se hubieran ganado a pulso el diluvio de muerte que les cae del cielo. Allá quien lo haga. Lo único que le advierto es que la próxima vez que me venga a denunciar no sé qué iniquidad, probablemente el sablazo que le han dado por una caña y una ración de gambas o el penalti inexistente que pitaron contra su equipo, le voy a mandar educadamente a la porra.
No le pido a nadie que se eche a la espalda los problemas del mundo y menos, que se sienta culpable por algo que ni hace con sus manos ni propicia con sus actos. Nada más lejos de mi voluntad que ir calzando complicidades como quien lava. Pero, ¿qué tal unas gotas de empatía? Prueben, por unos segundos, a meterse en la piel de un habitante de Gaza. Desde el mismo instante de su nacimiento, ha sido un paria en su propia tierra. En el mejor de los casos, se ha movido en libertad vigilada. Ha perdido la cuenta de las veces que le han destrozado su hogar, y no digamos la de los familiares y amigos que ha tenido que enterrar. Solamente eso. Yo lo he hecho, y he llegado a una conclusión terrible: mucho me temo que tampoco sería un angelito.