Por lo visto, ya nos van considerando lo suficientemente maduros para dispensarnos una parte de la verdad sobre el 23-F. Con el cuerpo aún caliente de uno de los que no solo lo sabía todo sino que lo padeció en sus ambiciosas carnes, esta semana aparecerá un libro en el que Juan Carlos de Borbón queda retratado como un golpista de tomo y lomo. Se me dirá, con razón, que eso está contado y requetecontado en un sinfín de títulos de la torrencial literatura sobre la asonada de febrero de 1981. La diferencia, para algunos sustancial, reside en que esta vez el tocho —990 páginas de vellón— lo firma una de las cronistas de cámara del personaje coronado, su familia y su época, es decir, la sacrosanta (y falaz) Transición española. Quien dice cronista dice testigo o incluso protagonista de primera mano de muchos de los hechos narrados, tanto en esta obra como en el resto de su bibliografía. Se sorprende uno de la capacidad de la mujer para estar siempre en los meollos y para que no la larguen de ahí a patadas los que saben que acabará piando, siquiera, un par de inconveniencias.
Les resumo la idea principal del seguro bestseller: una vez comprobado que Suárez se había desmandado, Juan Carlos se montó al carro de un golpe de estado —en realidad, varios en uno— que acabó implicando al ejército, la patronal, la iglesia, los partidos de la oposición (AP y ¡PSOE!) y la mitad de la propia UCD. No fue un hacer la vista gorda, no; se metió hasta las trancas en el operativo, que no se detuvo ni ante la dimisión del que era su objetivo. Y luego pasó a la Historia como el que abortó el golpe… que dio él mismo.