El simposio

Los simposios suelen ser un peñazo del carajo de la vela. Tiene delito, porque si van a la etimología de la palabra, descubrirán que el significado alude al acto de beber juntos. Ya puestos, los griegos, que sabían montárselo, añadían condumio, sexo y juegos de oratoria. Como es público y notorio, en la actualidad las actividades gastronómicas y lúbricas van fuera de programa —aunque se incluyen en el caché de los ponentes— y lo único que pervive es el blablablá. Aliñado con un pogüerpoin, lo que en la mayoría de las ocasiones triplica la intensidad del pestiño y hace que los asistentes maldigan el momento en que se inscribieron y cuenten los segundos que quedan para la parte extra-académica o, por lo menos, para la pausa del café.

Con tales características —y otras peores que he omitido— estos conciliábulos no resultan lo que se dice atractivos para el común de los mortales, que los ignora olímpicamente. Cada semana en cada ciudad puede haber dos docenas de encuentros, jornadas, congresos o similares que pasan absolutamente desapercibidos salvo para los matriculados y, quizá, los periodistas, que somos abrasados a notas de prensa por los impíos (e ingenuos) gabinetes de comunicación de los organizadores. Por eso tiene un enorme mérito que una de estas chapas siderales, la que se celebra desde ayer en Barcelona, haya conseguido no ya un puñado de líneas en páginas interiores, sino titularazos de primera, lugar privilegiado en las tertulias más chic, broncas parlamentarias y hasta una querella ante la fiscalía por incitación al odio.

Un triunfo del marketing y, más concretamente, de la habilidad para bautizar el evento. Un hallazgo enorme, lo de “España contra Catalunya”. A los propios les sube la cachondina y a los ajenos se les dispara la bilis negra. Unos y otros lo pasan en grande con el pifostio correspondiente. Pero el simposio no deja de ser, como casi todos, un duermeovejas.

Franco, ¡presente!

Francisco Franco vuelve a ser, como en el delirante documental de Sáenz de Heredia, ese hombre. Por más señas, católico y valeroso militar que se alzó contra un régimen caótico con el fin de restaurar la monarquía democrática. ¿Y no era un pelín totalitario? Qué va, si cabe, una gotita autoritario, mínimo defectillo que quedaba compensado por su probada capacidad de inteligente liderazgo y su inquebrantable espíritu de sacrificio por el bien común. Eso, sólo como aperitivo. El resto de las virtudes del ferrolano con voz de flauta quedan convenientemente inventariadas en la ardorosa pieza firmada por el autoproclamado historiador y franquista sin complejos, Luis Suárez, para el diccionario biográfico de la Real Academia (española) de la Historia.

La broma -macabra, por supuesto- ha costado casi siete millones de euros públicos y, como era de sospechar, empezó a pergeñarse en tiempos del glorioso gobierno de José María Aznar, ese otro hombre. Se trataba, lisa y llanamente, de ganar la guerra civil por segunda y definitiva vez. Había que cerrar la boca a tanto fastidioso reivindicador de la memoria histórica que andaba removiendo las cunetas y sacando a la vista el pasado que tanto había costado enterrar. Y había que hacerlo a la luz del día, con la frente alta y adornándose con cortes de mangas, sabiendo que de un tiempo a esta parte el viento sopla a favor y ya no hay por qué ocultar los correajes.

Algunos se tomaban a guasa a Vidal, Moa, y el resto de la piara de reescritores del anteayer. Las soplagaiteces que contaban en sus libruchos, vendidos en torres a la entrada de El Corte inglés, parecían demasiado atrabiliarias para que cualquiera con un dedo de frente les concediera el menor crédito. Ahora toda esa bazofia revisionista tiene sello oficial y es cuestión de un par de cursos que pase directamente a los manuales escolares. Es la versión de los hechos que quedará, nos guste o no.