Qué enorme sorpresa, ¿eh? Los dirigentes soberanistas indultados han salido de la cárcel sin haber abandonado sus convicciones. No sabe uno si llorar o reír ante el enfado de la derecha cavernaria española por la actitud de los ya exreclusos en el momento de dejar atrás tres años y pico a la sombra. Manda narices que hubiera quien esperase que se mostrasen arrepentidos, humillados y eternamente agradecidos a la magnanimidad de quien ha procurado su liberación. Todos sabemos que esto no va así. Aparte de la importancia de la puesta en escena, aquí estamos ante unos indultos que no tienen que ver —por más que recite el guión Pedro Sánchez— con la concordia, sino con sus necesidades aritméticas. Si hubiera tenido otra mayoría para completar la legislatura, Junqueras, Cuixart, Carme Forcadell y los demás seguirían a estas horas entre rejas. Pero como tampoco es cuestión de dar vueltas a la noria ni de enquistarse en el rencor, procede el pragmatismo. Como tantas veces he dicho, estas medidas de gracia son un parche deficiente a una injusticia que ya tiene poco remedio. Toca pasar a la siguiente pantalla, y ahí es donde yo tengo más dudas que esperanzas. Quisiera creer que, esta vez sí, la cuestión va a tener un cauce político y solo político, pero todos los indicios apuntan a que el actual gobierno español seguirá con la estrategia que, de momento, le ha dado buenos frutos: hacer como que hace. Por ruidosas que hayan sido, las concesiones de Sánchez no han tocado nada de lo sustancial que está en juego. De hecho, hoy el soberanismo no está ni un milímetro más allá de donde estuvo el 1 de octubre de 2017.