Escribo estas líneas en una cafetería de Cruces, a cinco minutos de Sestao y con un paisaje social y urbano no muy diferente. Fiel a mi vicio de portero de los de antes, llevo un rato poniendo la antena a las conversaciones de mi alrededor. Algunos parroquianos, con familiares ingresados en el hospital, hablan de catéteres, tacs, férulas o analíticas. Pero el asunto de charla que triunfa son unas palabras del alcalde de la localidad vecina, ya imaginan ustedes cuáles. Me apresuraré aquí a calificarlas —o si lo prefieren, a tacharlas, que suena más duro— como de todo punto inaceptables, reprobables, fuera de lugar y, faltaría más, absolutamente impropias de quien ejerce un cargo público. Debería presuponerse que uno piensa estas cosas, pero los protocolos al uso en materia de condenas marcan la obligatoriedad de llevarlas entre los dientes para que no se diga. De hecho, en esta y en otras cuestiones hemos llegado al punto en el que lo sustantivo es la longitud y energía de la repulsa verbal, mientras el meollo pasa a quinto plano. Qué necesidad habrá de remover ciertos fangos si podemos reducirlos a blablablá, ¿no?
Pues no sé qué decirles. Quizá eso funcione en determinados ámbitos. En la barra y en las mesas de este tasco parece que rigen otras costumbres. Por unanimidad casi total, los que me rodean vociferan que Josu Bergara tiene más razón que un santo.
Sonrío al ver en la tableta que mi compañero de Gara, Imanol Inziarte, tuitea que “uno de los problemas es que hay gente que en privado comparte la opinión del alcalde de Sestao, incluso gente de izquierdas y/o abertzales”. Doy fe de ello.