Final no tan feliz

Siento ser cenizo, pero no me cuento entre los que creen que la historia de Vitori ha tenido final feliz. Primero, porque todavía no ha terminado. A esta mujer de 94 años le queda aún un viacrucis burocrático-judicioso del nueve largo. Y aunque sea cierto que gracias a la emocionante presión de sus vecinas y vecinos y de las centenares de personas de ese gran barrio que es toda la Margen Izquierda, consiguió recuperar su casa, no podemos pasar por alto el estado en que la han dejado los asaltantes y que le han robado prácticamente todo. Se me caía el alma hace una rato leyéndole en una entrevista que nunca se había sentido tan triste porque se han llevado los recuerdos de toda su vida.

Aquí es donde la bilis vuelve a hervir al pensar que sus desvalijadores están perfectamente identificados pero no sufrirán la menor consecuencia. Una línea más para el kilométrico currículum delictivo, y a buscar otra morada que asaltar, a poder ser con un inquilino que no resulte tan mediático como una nonagenaria. Casas usurpadas por el procedimiento que acabamos de ver las hay por decenas por estos y otros castigados lares. Con el consentimiento cobardón de las autoridades locales y, desde luego, la bendición de jueces y legisladores. Pero no solo de ellos. Diría que es más sangrante la complicidad de esos beatíficos seres que el otro día echaba yo en falta en la concentración a pesar de que normalmente pierden el culo para estar a pie de pancarta. Algunos ya han reaparecido, es vedad que con sordina, para denunciar los derechos vulnerados de los ocupadores o para poner en duda —se lo juro— que Vitori viviera en esa casa.

Inseguridad, desigualdad

Las concentraciones de repulsa se parecen cada vez más a la palangana de Poncio Pilatos. Unos van a lavarse las manos, otros se despiojan la conciencia, y los hay que aprovechan para marcarse un dos por uno. Total, son cinco minutos en silencio con el gesto estudiadamente compungido y, si cabe, unas palabras de repertorio para que se las lleve el viento hasta la próxima vez que toque participar en el ritual. Ayer fue en la capital de Euskadi, en memoria de Pilar, la mujer de 75 años que falleció el martes después de haber sido salvajemente agredida la antevíspera en su portal por dos tipos que la asaltaron para robarle.

Aquí ya espero al primer ser angelical que se me eche a las teclas para precisarme con severidad que la causa última de la muerte fue un ictus y que es técnicamente imposible relacionarla con las lesiones. Vamos, que no debemos precipitarnos en establecer actos y consecuencias, que todo pudo ser pura coincidencia, una fatalidad, una de esas crueldades que nos depara el destino. En resumen, cosas que pasan en las mejores familias, en las sociedades más avanzadas y prósperas, hechos aislados, incluso aunque se repitan en bucle, tan lamentables como inevitables, por los que no cabe culpar a nadie. Ni insinuarlo, ojo, no vaya a ser que caiga sobre uno la retahila de acusaciones que ustedes y yo estamos pensando.

Me pregunto, con poca esperanza, lo confieso, si alguna vez seremos capaces de romper esta perversa espiral de hipocresía autocomplaciente. ¿Tan difícil es ponerse de verdad de parte del débil, que es la víctima? ¿Por qué no vemos que la inseguridad es una de las peores formas de desigualdad?

No ha sido la sociedad

Que no. Que se pongan como se pongan, esta vez la sociedad no ha sido la culpable. A Lucía y Rafael los han matado —presuntamente, según manda precisar el catecismo— un par de asesinos alevines perfectamente conocidos en el barrio por su amplísimo historial de hazañas delictivas. Exactamente los mismos que ya el viernes estaban en labios de la mayoría de los vecinos. Si la vaina va de buscar responsabilidades más allá de las de los propios criminales, podemos empezar a mirar entre los y las que voluntariamente se han puesto una venda y no han movido un dedo ante la retahíla de atracos, principalmente a personas mayores, cometidos por estas joyas a las que aún hoy se empeñan en proteger y disculpar con las monsergas ramplonas que ni me molestaré en enunciar.

Repitiéndome, diré simplemente que soy incapaz de imaginar qué catadura hay que tener para saltar como un resorte a defender a los autores de semejante acto de barbarie. Tanta compresión hacia los victimarios y ninguna hacia las víctimas, que a la postre acaban siendo las culpables de su propia muerte por haberse cruzado en el camino de unos incomprendidos a los que no se les puede pedir cuentas sobre sus fechorías. En sentido casi literal, por desgracia.

Bien quisiera estar exagerando la nota, que mis dedos tecleasen impelidos solo por la impotencia que me provoca la muerte a palos de quienes perfectamente podrían haber sido mis padres o mis suegros. Pero ustedes, que tienen ojos y oídos como yo, llevan horas leyendo y escuchando idéntico repertorio de pamplinas de aluvión. No nos queda, por lo visto, ni el derecho a lamentarnos en voz alta.

En público o en privado

Escribo estas líneas en una cafetería de Cruces, a cinco minutos de Sestao y con un paisaje social y urbano no muy diferente. Fiel a mi vicio de portero de los de antes, llevo un rato poniendo la antena a las conversaciones de mi alrededor. Algunos parroquianos, con familiares ingresados en el hospital, hablan de catéteres, tacs, férulas o analíticas. Pero el asunto de charla que triunfa son unas palabras del alcalde de la localidad vecina, ya imaginan ustedes cuáles. Me apresuraré aquí a calificarlas —o si lo prefieren, a tacharlas, que suena más duro— como de todo punto inaceptables, reprobables, fuera de lugar y, faltaría más, absolutamente impropias de quien ejerce un cargo público. Debería presuponerse que uno piensa estas cosas, pero los protocolos al uso en materia de condenas marcan la obligatoriedad de llevarlas entre los dientes para que no se diga. De hecho, en esta y en otras cuestiones hemos llegado al punto en el que lo sustantivo es la longitud y energía de la repulsa verbal, mientras el meollo pasa a quinto plano. Qué necesidad habrá de remover ciertos fangos si podemos reducirlos a blablablá, ¿no?

Pues no sé qué decirles. Quizá eso funcione en determinados ámbitos. En la barra y en las mesas de este tasco parece que rigen otras costumbres. Por unanimidad casi total, los que me rodean vociferan que Josu Bergara tiene más razón que un santo.

Sonrío al ver en la tableta que mi compañero de Gara, Imanol Inziarte, tuitea que “uno de los problemas es que hay gente que en privado comparte la opinión del alcalde de Sestao, incluso gente de izquierdas y/o abertzales”. Doy fe de ello.

Muertos en vida

Me imagino a los forajidos vestidos de Armani celebrando con Dom Pérignon y beluga que han vuelto a quedar exentos por excedente de cupo del enésimo endurecimiento del código penal español. Los reformadores acelerados, que para algo son amiguetes o directamente subordinados, solo han tenido ojos para los sacamantecas que matan a granel y lo ponen todo perdido de sangre. Todavía quedan clases, también en el crimen. A ver si ahora vamos a querer comparar el primitivo y tosco vaciado de entrañas a hierro con los sofisticados, casi sublimes, métodos que utilizan los que tiran de ingeniería financiera para cometer sus despiadadas fechorías.

¿Despiadadas? Oiga, señor columnista, pero si los del cuello blanco y la manicura impoluta se limitan a llevarse la pasta cruda y no suelen dejar cadáveres a su paso. Cierto, cadáveres no dejan, pero sí algo mucho peor: muertos en vida. Me ha tocado la desgracia de conocer personalmente unos cuantos casos y de otros muchos he sabido por los papeles, aunque la inmensa mayoría son zombis anónimos que se arrastran por el asfalto, ocultándose de sus amigos y su vecinos porque no quieren que nadie los vea reducidos a un espectro. Algunos, cada vez más, no lo resisten y abrevian la agonía desde lo alto de un puente o un barranco. Estas cosas se publican con sordina, pero quien busque el dato descubrirá que en España la primera causa de muerte externa es ya el suicidio. Por delante de los accidentes de tráfico, que como se empieza a documentar, en no pocas ocasiones camuflan también suicidios.

Ya, siguen sin ver la relación con los desfalcos y las trapisondas que engordan cuentas en Suiza o las Caimán. Pues piensen un poco. Lo que ha provocado la angustia infinita que les he descrito no es un fenómeno meteorológico ni un imponderable del destino. Han sido los que van armados con una Mont Blanc de oro, mucho más letal que una motosierra o una 9 mm Parabellum.