De cinco letras. Palabra más pronunciada y escrita desde que el diablo cargó las urnas provocando un roto —ya veremos si superficial o no— al llamado sistema. Tic, tac, tic, tac… Efectivamente, la misma que titula estas líneas: casta. Como habrán comprobado, es el vocablo fetiche de los que festejan, me da a la nariz que con demasiado anticipo, el fin de los viejos tiempos. Se hace a imitación del encumbrado como guía espiritual de la neoinsurgencia, que por lo visto, usa el Macguffin en dos de cada tres frases que suelta en las mil y una tertulias televisivas que le han sido de tanto provecho.
Si le dan una vuelta, verán que no es un fenómeno muy diferente al de las muletillas popularizadas por otros grandes gurús catódicos como Bigote Arrocet, la Bombi o el dúo Sacapuntas en el rancio a la par que entrañable Un, dos, tres de cuando solo había dos canales. Se basa en mecanismos mentales similares, igual por parte de quien pone en circulación la cantinela que por la de quienes la recitan al por mayor. En el caso que nos ocupa, además, hay un algo del caca-culo-pedo-pis que marca la cándida rebeldía de la primera edad, quizá la sintomatología a la que el mismísimo Lenin se refirió, conociendo mejor que nadie el paño, como la enfermedad infantil del comunismo, que hoy traduciríamos como de la izquierda.
Disquisiciones aparte, resulta enternecedor asistir a la división simplista del mundo en lo que es casta y lo que no. Un ejercicio tramposo en el que se señala a los contrarios como portadores de la peste y se libra de mancha a los del bando propio, así sean igual de casta (o más) que el resto.