Fue emocionante ver cómo la primavera se adelantaba a enero en aquella plaza Tahrir de El Cairo tomada por la esperanza y el hambre de ese manjar de dioses que llaman libertad. Luego la mecha se extendió por todo el norte de África y, junto a Mubarak —cuya condición de sátrapa conocimos de un rato para otro—, vimos caer en Túnez a Ben Alí (demócrata y socialista hasta un cuarto de hora antes) y pasarlas moradas a otros tiranos de la vecindad que se defendieron a sangre y fuego. Y, como guinda, la Libia aparentemente inexpugnable del déspota entre los déspotas, Muamar El Gadafi, entró en barrena… con la ayuda decisiva de los cazas enviados por los antiguos amigos del hoy convertido en cadáver multiprofanado.
Por ahí podemos empezar un deprimente flashback que provocará nuestra incomodidad al recordar la alegría con que saludamos todo aquello en su fotogénico nacimiento. Ya hemos visto cómo las gastan esos que bautizamos “rebeldes” con ingenuo y fatalmente equivocado romanticismo. Su instinto criminal nada tiene que envidiar al del carnicero derrocado y sañudamente torturado antes y después de ser asesinado. Por si quedaban dudas sobre sus intenciones, su primera disposición ha sido instaurar como ley suprema la sharia en su versión más cruda. De las brasas al fuego.
Parecido destino aguarda al pueblo tunecino, que ha elegido libremente —y ahí sí que no se no se puede decir nada— a un partido que también cree que no hay mejor constitución que el Corán. Cuando menos, sospechoso que los mismos gobiernos occidentales que le reían las gracias al viejo dictador han saludado con media sonrisa la nueva mayoría islamista.
Dentro de un mes sabremos qué dicen las urnas en Egipto, punto de partida de las revueltas. Hasta el momento, sólo hemos visto que aquel ejército que dijo ponerse al lado de sus compatriotas no ha dejado de masacrarlos de tanto en tanto. La primavera se hizo invierno.