Hay derrotas que saben y huelen a victoria. Sobre todo, en política, donde palmar estrepitosamente en una votación parlamentaria te puede convertir en santo y seña de la talibanada. Ahí tienen a Rosa Díez, elevada a Agustina de Aragón, cuando los números sugerían más bien que había quedado como Cagancho en Almagro: 326 señorías multicolores diciendo no a la ilegalización de Bildu y Amaiur frente a cinco irreductibles diputados magentas sosteniendo que sí, que sí y que sí. Cualquiera con un gramo de decoro habría captado la indirecta, pero igual que Gran Bretaña decretó el aislamiento del continente, la generala de UPyD ha decidido que es la mayoría aplastante la que está instalada en el error y saluda con gesto triunfal desde el centro de la plaza.
Sus razones tiene, apresurémonos a decirlo. Ha conseguido exactamente lo que quería: focos y cámaras que la mostraran ante su clientela objetiva, la fachundia más casposa, como la hostia en bicicleta de la resistencia numantina. Ese es su negocio. Igual que el presidente de Ryanair se dedica a montar pirulas para salir en los papeles por la cara, ella promociona su partido low cost a base de demagogia de quinta. Y le va de cine. El chiringuito monoplaza que se sacó de la pamela cuando vio que en el PSOE no tenía mucho más que chupar ha ido creciendo y abriendo franquicias atendidas por buscavidas políticos a su imagen y semejanza. El que dice que en Euskadi hay trescientos mil hijos de puta, por ejemplo. Ese es el perfil.
Lo divertido —sí, mejor tomárselo medio a guasa— es que se ofertan como los campeones de la decencia y el recopón de la dignidad incorrompible. Hay, de hecho, a quien le cuela, y de ahí que el invento haya prosperado lo suficiente para dar de comer y pagar los vicios (nada baratos, por cierto) de la lideresa y sus lugartenientes. Los que conocemos el paño nos limitamos a sonreír con resignación desde el fondo norte.