Fernándezgate

Nos equivocamos al pedir la dimisión del ministro Fernández. Lo que debemos exigir a voz en grito es su detención e ingreso en prisión a la espera de un juicio del que no cabe esperar sino una condena de una porrada de años. Y a poco que las cosas sean como parecen —benévolo que soy, concederé la presunción de inocencia—, Mariano Rajoy Brey debería correr exactamente la misma suerte, como conocedor (dejémoslo ahí) de la turbia maquinación contra los líderes del proceso soberanista de Catalunya.

No creo que exagere ni un gramo. Es posible que la torrentera de latrocinios y pisoteos de derechos que se han sucedido en los últimos tiempos nos haya endurecido la piel y la sensibilidad ante los atropellos. Es muy complicado, efectivamente, establecer un ránking de desmanes, pero no hay la menor duda de que estamos ante uno de los escándalos más graves de los cuatro decenios de postfranquismo que llevamos. Claro que tampoco es nuevo ni mucho menos, no nos engañemos.

Una vez más estamos ante la fetidez y la inmundicia de las cloacas del Estado —el español, por descontado— siguiendo al pie de la letra la peor versión de Maquiavelo, aquella que proclama, con aroma a Varon Dandy y copazo de Sol y Sombra, que el fin justifica los medios. De propina, con una mezcla de torpeza y vileza dignas de Nobel de la mendruguez. Hay que ser inepto a la par que malvado (o viceversa) para grabar una conversación llena de pelos y señales sobre propósitos claramente delictuosos. ¿Qué tenía en la cabeza esta manga de truhanes de tres al cuarto, paletos aprendices de Richard Nixon? Seguramente, la certidumbre de la impunidad.