Ese Congreso de los Diputados casi en barbecho por la cachaza irresponsable de las formaciones que dicen aspirar a formar Gobierno recibió el viernes un millón de firmas a favor de la despenalización de la eutanasia. Las portaban grandes tipos que saben de primera mano lo que es asistir al padecimiento obligatorio de un ser querido, entre ellos, el portugalujo Txema Lorente, que no pudo cumplir la promesa que le hizo a su adorada Maribel.
Como tantas veces, ciudadanos corrientes y molientes demuestran ir muy por delante de sus supuestos representantes en las instituciones democráticas. De alguno de ellos, quiero decir. Sería una brutal injusticia generalizar, cuando sí hay políticos de varios de partidos que llevan años buscando el modo de introducir en la despiadada arquitectura legal española el derecho al buen morir. Pero esos esfuerzos chocan una y otra vez con el cálculo de réditos partidistas y, sobre todo, con la resistencia numantina de un catolicismo anclado en principios de una crueldad indecible. La sádica idea viene a ser que el sufrimiento es la vía directa hacia la redención del pecado, algo así como el justiprecio impuesto por un Dios al que, pese a decir que es amor, atribuyen un carácter sanguinario.
La cuestión es —y no tienen más que preguntar a su alrededor— que ya hace mucho tiempo la mayoría de quienes se tienen por creyentes e incluso practicantes está a favor de permitir que las personas, con y sin conciencia de sí mismas, aquejadas de una enfermedad irreversible y dolorosa puedan partir de este mundo con dignidad. Aunque llegue tarde para demasiados, esta vez no puede haber excusa.